Transcripción: Fausto Jara y Ruth Moya
Compilador: Abdón Ubidia
Tomado del libro: Cuentos, leyendas, mitos y casos del Ecuador
 
 
En tiempos muy antiguos todos los hogares tenían toda clase de animales.

Cuentan que una familia poseí un buey muy estimado por todos. Llevaba un bonito nombre y era en extremo querido, tanto que al llamado por él, entendía perfectamente y se acercaba a su dueño.

Un día robaron al buey, dejando sumida en la tristeza a la familia que pensaba que la vida sería imposible sin la presencia del animal.

Entonces, el padre siguiendo las huellas fue tras él. Las huellas se dirigían hacia el Imbabura, por eso tomó dicha dirección.

Así pues, recogió algún fiambre y marchó en su búsqueda. El fiambre era un cuy bien preparado, el cual se ató a la cintura, con el fin de que cuando tuviera hambre, pudiera comer.

Mientras seguía el viaje se convenció de que las huellas se dirigían al monte Imbabura. Repentinamente ¡las huellas desaparecieron!

Pensó el dueño: "Aquí lo mataron o se lo comieron aquí". Siguió dando vueltas a fin de dar nuevamente con las pisadas, pero fue inútil.

Mientras en vano seguía buscando por las altas laderas del Imbabura, comenzaba a anochecer, empezó a tener hambre.

Mientras comía el hombre se dijo para sí: "Antes de hacer cualquier otra cosa, primero voy a comer; luego continuaré buscando".

Repentinamente se presentó ante él un hombre muy anciano y muy alto a quien saludó cortésmente diciendo:

-Buenas tardes, Padre mío.

Éste por su parte le respondió:

-Buenas tardes, hijo. ¿Estás bien?

Oyendo esto, el hombre respondió:

-Así, así... Padre mío, me han robado mi buey y estoy yendo en su búsqueda, pero no aparece. Acaso tú has visto a mi buey, Padre mío?

Él le contestó:

-No lo he visto. ¿Qué clase de animal era?

El campesino dijo:

-Era, mi  Señor, un animalito muy querido, que ahora nos hace sufrir mucho. Precisamente al que más queríamos, a éste nos roban, Padrecito. "¿Cómo podremos vivir si él?", se preguntó y se puso a llorar.

Viéndolo llorar el Padre se condolió y le dijo:

-Hijo, yo tengo en mi hacienda muchos bueyes; ven a conocer, talvez se mezcló con los míos y se encuentre ahí.

-Vamos a ver, le dijo y le condujo a la hacienda. Como el campesino no divisaba absolutamente nada, exclamó:

-¿Dónde está la hacienda? Aquí no veo nada...

El señor le replicó:

-Hijo mío, aquí cerca está mi hacienda, ven a ver.

Aquel señor lo condujo a unas quebradas. Una vez allí -y después de haber proferido unas palabras mágicas- se abrió un inmenso portón. Apenas entró, quedó sorprendido por la belleza de la hacienda, la cual estaba adornada con oropeles; los potreros con alta y hermosa yerba, batida por el viento. Se veía unos hombres que llevaban gran cantidad de leche por aquí y por allá.

Del patio le hizo pasar al corral a fin de que reconociera al buey, diciéndole:

-Si está aquí tu buey, reconócelo.

Inmediatamente el hombre reconoció  su buey y exclamó:

-Padrecito, éste es mi buey, lo voy a llevar, pues veo que ha estado aquí.

Aquel señor sin embargo señaló:

No puedes llevarte a tu buey. Me doy cuenta de que es un hermoso animal. En lugar de que te lo lleves, te lo voy a comprar.

Por su parte el hombre replicó:

-No se lo puedo vender, Señor; es un animal muy querido para mí.

El Señor insistió.

-No hijo, este buey no te llevas de aquí; no te dejaré ir, mejor véndemelo y te pago lo que es justo.

El campesino, si bien accedió, lo hizo con mucha tristeza.

-Toma hijo, enséñame tu poncho.

Puso algo en el poncho y en cuanto recibió aquello, el hombre se dio cuenta de que se trataba de negro carbón. El campesino, viendo eso, le dijo:

-Señor ¿por qué de das solamente carbón?

El Señor respondió:

-No hijo. Ve fuera y te darás cuenta que lo que te doy es oro.

Saliendo afuera se percató que todo era oro y plata y que en su poncho tenía gran cantidad.

Mientras salía del cerro para dirigirse a su casa, observó que todas las paredes eran plateadas y que había grandes depósitos del mismo metal.

En tanto, los familiares lo esperaban muy apenados, pero, al llegar éste con la plata, todo el mundo lo recibió con alegría.

Así pues, un vecino -pensando que también a él le resultaría igual- hizo perder a un buey suyo.

También salió a buscarlo y simulaba caminar muy apenado, cuando repentinamente se encontró con el anciano Padrecito.

Del mismo modo que su vecino preguntó al Señor por su buey.

-Yo no sé nada, pero con todo, puedes venir a ver mi hacienda.

Oyendo aquel hombre esto, al siguiente día,  muy por la mañana, se dirigió a la hacienda,  maquinando no sé qué cosas.

Después de algún rodeo llegó a la hacienda, comprobando todo aquello que su compañero había contado.

El vecino dijo:

-Mi Señor, veo que aquí ha estado mi buey.

El Padre le dijo:

-Este buey también es muy grande, es precisamente de esta clase los que yo necesito. Véndemelo.

El vecino así replicó, diciendo:

-No Señor, este animal es como si fuera mi hijo. Desde pequeño lo he criado conmigo.

-Bien, como sea -le dijo el Señor- Te daré lo que quieres en plata y en oro, por el animal.

El hombre respondió:

-Si es así, llévatelo Señor.

Después de eso el padrecito le colmó el poncho con mucha plata.

Se dice que el hombre salió muy contento de la hacienda. Así, estando casi por llegar al camino.

Abrió el poncho para ver el precioso metal, pero  cuál no sería su sorpresa, al encontrar que  en el poncho sólo había carbón mezclado con piedras.

Entonces, el campesino muy enojado quiso regresar a la hacienda a reclamar al Padre. Repentinamente desaparecieron todos los caminos que conducían a aquella hacienda, y como es natural, no pudo llegar.

Según cuentan, nuestro Gran Padre lo castigó a causa de su envidia.

Esto he oído a mi abuela hace algunos años.

 
 
Fotografía:  El Taita Imbabura, Ecuador.
Cortesía: Hotel riviera Sucre-Otavalo, Ecuador.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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