Cuando éramos niños vivíamos en el campo, en un paraje hermoso pero solitario, donde los vecinos más cercanos quedaban a dos o tres kilómetros de distancia. En una de esas noches cerradas y mudas, mi padre nos contó un suceso que parecía arrancado de un sueño extraño o de una pesadilla.
Conducía por las curvas de Otón, cuando la medianoche pesaba sobre la carretera como un manto. De pronto, a la orilla del camino, divisó a un caminante solitario. La imagen era desconcertante: ¿quién podía andar por allí, en esa hora en que ni las aves se mueven? Fiel a su costumbre de tender la mano, aflojó la velocidad dispuesto a ofrecer ayuda.
Pero, al acercarse, el misterio se reveló: no era un hombre, sino una silueta suspendida en el aire, una sombra que parecía flotar entre la neblina. Un escalofrío le recorrió la espalda y sintió cómo los cabellos se le erizaban, alzándose como si obedecieran a una corriente invisible. Con un gesto instintivo bajó el ala del sombrero, intentando protegerse de lo inexplicable.