Esta leyenda me contó mi padre, don Ángel Rueda Encala, en 1985, quien a su vez la había recibido de su padre, don Miguel Rueda.
La historia comienza así:
En Otavalo, cerca del Cementerio, vivía una mujer cuyo nombre era sinónimo de curiosidad desbordante. Desde temprana edad, su vida estuvo marcada por una insaciable necesidad de conocer todos los detalles que giraban en su entorno, como si nada pudiera escapar de su mirada vigilante. No había actividad diaria que pudiera mantenerla alejada de su constante observación. En lugar de disfrutar de los momentos de tranquilidad o dedicarse a tareas cotidianas, ella se dedicaba a espiar lo que ocurría en la calle, como si cada ruido, cada susurro, fuera un enigma que necesitaba ser resuelto. Era común verla en la ventana, en plena noche o al amanecer, esperando algún sonido que le indicara que algo interesante sucedía fuera de su hogar. Los murmullos, los pasos apresurados, las voces distantes, todo le servía de excusa para interrumpir cualquier ocupación y dirigirse a la ventana con la esperanza de descubrir algo que alimentara su curiosidad. .
Si escuchaba risas o conversaciones, abandonaba cualquier tarea, como si esas palabras pudieran revelar secretos importantes sobre las vidas de las personas. Y si escuchaba una discusión, su deseo por conocer la historia detrás de esa pelea la impulsaba a actuar sin pensar. De inmediato, buscaba información sobre los protagonistas del conflicto y trataba de descifrar los motivos que habían llevado a tan acalorado enfrentamiento. Sin embargo, lo que más alimentaba su inquietud eran los cortejos fúnebres. Cuando percibía el sonido de los pasos solemnes que anunciaban un funeral, su primer impulso era salir de su casa y seguir el cortejo para saber todos los detalles posibles sobre el fallecido, de cuánto tiempo se había velado su cuerpo y de las circunstancias que habían llevado a esa persona al final de su vida. Nada se le escapaba, ni siquiera los más pequeños detalles, pues consideraba que conocer todo sobre las vidas de los demás le otorgaba un sentido de control y comprensión sobre el mundo que la rodeaba. Cada ruido, nuevo fragmento que completaba el rompecabezas de su insaciable sed de conocimiento.
Sin embargo, la curiosidad de la mujer le traería una lección que jamás olvidaría. Una noche, alrededor de las doce, cuando ya dormía profundamente, un ruido la despertó bruscamente. Al principio, se quedó quieta, sintiendo un temor inexplicable, pero su intriga pronto la impulsó a levantarse. Desde la ventana escuchó el sonido de unas cadenas arrastrándose por el suelo, acompañado de quejidos lastimeros. Al asomarse, se dio cuenta de que se trataba de un cortejo fúnebre, algo que le pareció extraño a esa hora de la noche.
Los que acompañaban la carroza vestían de negro, cubriendo todo su cuerpo. Los hombres portaban capas que los envolvían, mientras que las mujeres se cubrían el rostro con largas chalinas. Impulsada por la curiosidad, la mujer llamó a uno de los hombres que caminaba detrás del ataúd, pidiendo saber quién era el muerto. El hombre le respondió con calma: “Mañana lo sabrás”. Ante la insistencia de la mujer, el hombre le dijo en tono grave: “Toma este cirio verde, yo vendré por él mañana, a esta misma hora”. Sin que la mujer pudiera decir nada más, él se unió nuevamente al cortejo y desapareció en la oscuridad.
Al amanecer, la curiosidad pudo más y la mujer salió a buscar el cirio verde que le había dado el hombre. Para su sorpresa, el cirio había desaparecido y en su lugar encontró la canilla de un muerto. Horrorizada, fue rápidamente a la iglesia a confesar su experiencia al sacerdote.
El cura escuchó atentamente su relato y le explicó que lo sucedido era obra del diablo, resultado de su pecado de espiar. Como penitencia, el sacerdote le encargó unas oraciones y le dio instrucciones precisas para aquella misma noche, cuando el hombre regresara por la vela.
Siguiendo al pie de la letra las indicaciones del cura, la mujer reunió a doce niños pequeños que estaban aprendiendo a hablar. A punto de la medianoche, justo antes de las doce, los colocó en un círculo frente a su casa, ubicándose ella misma en el centro con el niño más grande. A las doce en punto, el hombre apareció frente a la casa, y la mujer, aterrada, comenzó a pellizcar a cada uno de los niños para que lloraran. Mientras tanto, el niño que estaba dentro del círculo le entregaba la canilla del muerto.
El hombre tomó lo que le correspondía, pero antes de irse, le dijo a la mujer: “El llanto de estos pequeños inocentes te ha salvado. Si no fuera por sus lágrimas, estarías yéndote conmigo al infierno”.
Esa noche, la curiosa vivió una experiencia tan aterradora que dejó una huella imborrable en su vida. Tras enfrentarse a las consecuencias de su constante deseo de saberlo todo, comprendió que su obsesión por conocer cada detalle de la vida ajena la había llevado por un camino peligroso. En ese instante, se dio cuenta de que algunos misterios no debían ser resueltos y que la paz se encontraba en respetar los límites de lo que se debía o no saber. A partir de ese momento, su forma de ver el mundo cambió radicalmente. Ya no sentía la necesidad de asomarse a la ventana ni de interrumpir su rutina por cada pequeño ruido en la calle. Aprendió a dejar pasar los secretos ajenos sin intentar descubrirlos, y, con el tiempo, la curiosidad que la había definido comenzó a desvanecerse
Informante
Ángel Rueda Encalada (Otavalo: 1923-2015) fue un autodidacta que impulsó la modernización de la ciudad de Otavalo y logró cambios enormes para su ciudad, como la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la construcción de la Cámara de Comercio, la reparación del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis. Por décadas fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Fue fundador de varias instituciones de la ciudad, de donde desplegó su actividad a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó para ella y fue su Presidente Vitalicio. (M. Esparza, presidente de la Cámara de Comercio de Otavalo, comunicación personal, julio 12, 2015).