
En las noches frías de Otavalo, cuando la neblina descendía desde el Imbabura y los perros ladraban sin razón, los padres de antaño tenían sus propios métodos para corregir a sus hijos. No necesitaban castigos físicos ni largos discursos. Bastaba con nombrar a dos figuras temidas, cuyas sombras parecían vivir bajo las camas y entre los pliegues del silencio nocturno: el duende y el Cuco.
Al primero lo describían como un ser juguetón, pero siniestro. Si encontraba a un niño desobediente, lo arrastraba hasta su cueva, escondida en lo más profundo del bosque, donde lo ponía a trabajar sin descanso. Si el pequeño lograba regresar, lo hacía con los ojos abiertos por el susto y una aversión casi automática a cualquier travesura.
Pero si la amenaza del duende no surtía efecto —si el niño seguía sin dormir, haciendo berrinches o tirando la comida—, entonces se invocaba al más temido de todos: el Cuco.
Al Cuco no se lo describía con precisión. No tenía rostro definido ni figura constante, y justo por eso era más temible. Su forma era un misterio moldeado por el miedo: algunos lo imaginaban como un bulto negro con ojos encendidos como brasas; otros como una sombra alargada con garras que arañaban el silencio.
Lo cierto es que el Cuco no hablaba, no gruñía, no hacía ruido alguno. No tenía necesidad de correr ni de gritar. Su poder residía en su simple presencia. Solo aparecía. Estaba allí. Inmóvil. Vigilante. En la oscuridad de un rincón, agazapado detrás de una cortina, reflejado en el vidrio cuando nadie más debía estar cerca.
Y esa simple posibilidad —la de que el Cuco estuviera observando sin que nadie lo notara— bastaba para que muchos niños se taparan hasta la cabeza, contuvieran el llanto y, en el más profundo de los silencios, decidieran obedecer.
“Duérmete ya, que el Cuco ronda cerca”, murmuraban los padres al oído, con una voz más temblorosa de lo que querían admitir.
“El Cuco no necesita puerta abierta, ni permiso.
Oye los gritos, huele la rabieta.
No le gustan los niños que desobedecen.
Y cuando uno insiste, entra sin avisar”.
Se decía que si alguien lo miraba directamente, ya no podía volver a hablar de él. Que si te alcanzaba, no te gritaba ni te mordía: solo te tocaba el hombro, y ya eras suyo. Te envolvía en su costal invisible, deslizaba tu cuerpo por los techos y te deshacía entre la niebla. Al amanecer, los padres, con el alma encogida, solo alcanzaban a decir: “Ese niño no obedecía. Seguro se lo llevó el Cuco”.
Y aunque ninguno de ellos lo vio jamás “cara a cara”, todos sabían que lo peor no era que te comiera ni que te llevara al infierno, como advertían los mayores. Lo peor era sentirlo. Sentir su presencia al pie de la cama. Una respiración ajena que se confundía con el viento. Una sombra demasiado larga justo antes de cerrar los ojos.
Así, en cada casa, la sola mención del Cuco bastaba para restablecer el orden. El miedo, en su forma más ancestral, cumplía mejor su trabajo que cualquier sermón.
Y aunque los tiempos han cambiado, aunque los niños hoy se atreven a desafiar hasta al wifi, hay algo en esa palabra —Cuco— que todavía provoca un escalofrío. Un escalofrío callado, persistente. Porque, en el fondo, todos llevamos dentro un fragmento de aquella infancia en la que bastaba una sombra para corregirnos el alma.
AUDIO: EL DUENDE O EL CUCO