
Cuentan los mayores que hace muchísimos años, cuando Otavalo apenas tenía una sola iglesia y el repique de las campanas regía los días y las noches, vivía un sacristán famoso no por su devoción, sino por sus travesuras. Era un hombre ingenioso y socarrón, siempre presto a la chanza, aun bajo el techo sagrado de la iglesia.
Los domingos, cuando las muchachas jóvenes acudían a misa con sus mejores vestidos y mantillas, el sacristán las aguardaba en la puerta. Desde lejos les lanzaba palabras melosas disfrazadas de piropos:
—¡Qué flores tan lindas han entrado hoy al templo! —decía en voz baja, mirando a las jóvenes, que bajaban los ojos y apresuraban el paso.
Dentro de la iglesia, entre cirios encendidos y humo de incienso, se acercaba a hurtadillas, les guiñaba un ojo y, si encontraba ocasión, les pellizcaba el brazo o la cintura. Ellas, sofocadas, se alejaban de inmediato. Pero si algún hermano se daba cuenta y lo enfrentaba con la mirada, él levantaba la voz para que todos oyeran:
—¡Hola, cuñados!
La carcajada profanadora retumbaba en la iglesia, mientras las muchachas ardían de vergüenza y los hermanos de ira.
De noche, cuando el silencio cubría las calles, el sacristán recorría el pueblo como un cazador de travesuras. Al encontrar borrachos tambaleando, se mostraba servicial:
—Venga, compadre, yo le llevo a su casita —decía con tono meloso.
Los hombres, agradecidos y vencidos por el licor, se dejaban guiar. Pero al llegar a la puerta de sus casas, en lugar de ayudarlos a entrar, el sacristán los amarraba al poste de luz con una cuerda resistente. Luego se marchaba silbando, como si nada.
Al amanecer, regresaba fingiendo espanto:
—¡Señora, señora! —gritaba golpeando las puertas—. ¡Su marido ha pasado la noche amarrado en la calle!
Las pobres mujeres, todavía con el delantal puesto, corrían descalzas a desatar a sus esposos, que cabeceaban de cansancio y de vergüenza. El escándalo era grande y, mientras ellas reprendían a los hombres, el sacristán se reía a carcajadas, con los ojos brillantes de malicia.
Pero ni la muerte le inspiraba respeto. En los velorios, cuando el tercer día vencía a los dolientes y el cansancio apagaba las conversaciones, el sacristán entraba de puntillas. Con manos rápidas levantaba al difunto del ataúd, lo acomodaba en una silla y se retiraba con paso ligero. El grito no tardaba en sacudir la sala cuando alguien despertaba y veía al muerto sentado, rígido y con la boca entreabierta, como si quisiera hablar.
La diversión terminó una madrugada. En una casa silenciosa, apenas iluminada por velas mortecinas, el sacristán se dispuso a repetir su broma. Sujetó al difunto por los brazos para sentarlo, pero esta vez el muerto abrió los ojos de golpe, se irguió con fuerza y, clavándole la mirada, le habló con voz profunda que parecía salir del fondo de la tierra:
—¿Por qué no me dejas descansar?
El sacristán sintió que la sangre se le helaba. Quiso soltar al difunto, pero sus manos no respondieron. El aire se le cortó en la garganta. Intentó huir, pero el corazón se le detuvo en seco. Cayó desplomado frente al ataúd, con los ojos abiertos de terror.
Desde aquel día, el pueblo aprendió la lección. Nadie debe burlarse de los vivos ni mucho menos de los muertos, porque la justicia sobrenatural siempre llega. El recuerdo del sacristán pícaro quedó grabado como advertencia. Y todavía hoy, en las noches de velorio, cuando el sueño vence a los presentes, alguien recuerda en voz baja: “Cuidado, no vaya a venir el sacristán”.
INFORMANTE
Ángel Rueda Encalada
Otavalo 1923-2015
Fue un autodidacta que impulsó la modernización de la ciudad de Otavalo y logró cambios enormes para su ciudad, como la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la construcción de la Cámara de Comercio, la reparación del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis.
Por décadas, fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Fue fundador de varias instituciones de la ciudad, de donde desplegó su actividad a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro, Caza y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó para ella y fue su Presidente Vitalicio.