Esta leyenda la recopilé en el año 1986. Me la contó mi madre, doña Angelita Rodríguez Hidalgo, una tarde de domingo. El sol caía suave sobre los tejados de las casas antiguas y el aire olía a pan recién horneado y a geranios que asomaban desde los balcones.
Mi madre caminaba a mi lado con ese paso pausado que adoptaba cada vez que quería contarme algo importante. Al salir de casa, ubicada justo frente al antiguo Mercado 24 de Mayo, me habló en voz baja, como si aquella historia aún pudiera despertar algo oculto:
—Allí ocurrió algo que nunca se supo del todo, pero que nunca he olvidado.
Me contó la historia de la niña traviesa y el duende, una leyenda que, según me dijo, se transmitía de boca en boca entre las caseritas y vecinas del Barrio Central, como una forma de enseñar respeto, obediencia y cuidado a los hijos pequeños.
Desde entonces, aquella tarde quedó grabada en mi memoria, no solo por el relato en sí, sino por la forma en que mi madre me enseñó que las leyendas viven en las esquinas del barrio, en los puestos del mercado y en las voces que aún las susurran con respeto y asombro.
La historia comienza así:
En la ciudad de Otavalo, donde el bullicio del comercio se mezcla con las voces quechuas y castellanas, existía hace años un rincón muy especial: el antiguo Mercado 24 de Mayo, corazón de la actividad diaria, donde desde la madrugada las caseritas instalaban sus puestos con manos ágiles y rostros curtidos por el trabajo.
Allí, en medio de los cestos de verduras, costales de granos y ollas humeantes, una señora muy conocida por su sazón vendía choclos con fritada. Su nombre se había ganado respeto entre los vecinos del barrio Central y de los alrededores, no solo por su receta deliciosa sino por su puntualidad y honestidad. A su lado, siempre iba su hija, una niña vivaracha de unos siete años, con trenzas amarradas con lanas de colores y un carácter tan inquieto como los pájaros del amanecer.
Pero aunque parecía obediente ante los demás, la niña tenía una costumbre que nadie lograba corregir. Cada vez que su madre se descuidaba, aprovechaba para meter la mano en la olla de fritada caliente. Tomaba unos trozos crujientes y jugosos y salía corriendo sin decir palabra, sabiendo que si la descubrían, le esperaba un fuerte regaño. A veces incluso se escabullía sin permiso para irse sola a la casa, creyendo que podía burlar el castigo.
Así pasaron los días, hasta que una tarde, cuando el mercado ya empezaba a vaciarse y los vendedores guardaban sus canastos, la niña repitió su travesura. Esta vez, no sólo tomó carne, sino que se llevó un buen trozo de cuero crocante, que también le gustaba y se escapó a su casa.
Apenas la niña entró a su casa, sintió que el aire estaba más frío que de costumbre. El silencio era tan espeso que podía oír los latidos de su corazón. Cerró la puerta con fuerza y giró para dirigirse a su habitación. Entonces lo vio.
Un ser diminuto la aguardaba a la entrada de su cuarto, erguido sobre una silla baja como si la hubiese estado esperando desde siempre. Vestía un poncho oscuro que le cubría casi todo el cuerpo, una camisa blanca que resplandecía como el alba, un sombrero de paja deshilachado y una barba larga que le caía hasta la cintura. Calzaba alpargatas gastadas, que apenas hacían ruido al moverse. Era un duende. Sus ojos, pequeños pero penetrantes, la observaban con una mezcla de severidad y antiguo misterio. En sus manos sostenía un bastón delgado como una rama de arrayán, que parecía más símbolo que arma, pero cuya presencia imponía respeto.
La niña quiso gritar, pero algo se lo impidió. Sentía que la garganta se le cerraba. El duende no dijo ni una sola palabra, pero se acercó con rapidez. Entonces comenzó a pellizcarla sin piedad: en los brazos, en las piernas, en la espalda. No le salían moretones normales, sino unas marcas rojizas que ardían como brasas y que, con el tiempo, solo ella podía ver. Se retorció de miedo y de dolor, pero no logró articular una sola palabra. Cuando por fin el duende desapareció, la niña huyó corriendo hacia el mercado.
Llorando, se abrazó a su madre, que estaba guardando los últimos choclos. Al verla tan alterada, la mujer le preguntó con preocupación:
—¿Qué pasó, hijita? ¿Te caíste? ¿Te duele algo?
Pero la niña no pudo explicar nada. Tartamudeaba, sudaba frío y sus palabras no tenían sentido. Durante varios días no pudo hablar del duende. Ni con su madre, ni con nadie.
Desde entonces, la niña cambió radicalmente. Ya no quiso quedarse sola en casa. Le temía a las paredes, a los espejos, a las sombras del anochecer. Iba siempre al lado de su madre, tomándole el delantal con una mano y jamás volvió a robar ni un solo pedazo de fritada. El respeto, mezclado con un nuevo temor, nació en su interior. Su mirada se volvió más atenta, más humilde.
Con el paso de los días, las marcas en su piel comenzaron a desvanecerse, como si el miedo también se disolviera poco a poco. Y fue entonces, una tarde en que su madre le habló con ternura y sin apuro, que la niña por fin se atrevió a contarle lo sucedido: aquel duende de poncho oscuro, camisa blanca, sombrero de paja y alpargatas silenciosas había entrado a su casa, no para asustarlas a ambas, sino para castigarla a ella por su desobediencia.
La madre, que había oído muchas leyendas en su niñez, no dudó. Sabía que los duendes se aparecen a los niños cuando desobedecían o se burlaban de los consejos de sus mayores. Agradeció en silencio que la lección no hubiese sido más dura.
Desde entonces, en los alrededores del antiguo mercado, hoy convertido en Plaza Cívica, muchas madres siguen contando esta historia a sus hijos, sobre todo cuando los notan inquietos o desobedientes. Porque aunque el tiempo haya pasado y los puestos se hayan trasladado de lugar, el duende del Mercado 24 de Mayo aún ronda por allí. Y dicen que, de vez en cuando, cuando un niño falta al respeto o se aprovecha del cariño de sus padres, puede volver a aparecer, silencioso pero implacable, con su poncho oscuro, su bastón delgado y su mirada severa.