Fuente oral: Ángel Rueda Encalada
Recopilación: Dorys Rueda
Otavalo, 1993
 

Hace muchos años, en uno de los barrios más antiguos de Otavalo, vivía una familia humilde en una casa de paredes encaladas y techo de tejas. El padre trabajaba como jornalero, la madre se dedicaba a cuidar el hogar y los tres hijos, todos varones, ayudaban en lo que podían: uno acarreaba agua desde la acequia, otro recogía leña en el monte y el menor era el encargado de traer el pan del horno comunal.

Pese a las limitaciones, en esa casa nunca faltaba el cariño ni una comida modesta compartida. Tenían un platillo especial que los unía cada vez que había un poco de leche, canela, clavos de olor y morocho: el tradicional morocho de leche. La madre lo preparaba con esmero en una paila grande, removiendo con paciencia mientras las especias liberaban su aroma dulce. Lo servía acompañado de un trozo de pan y todos se sentaban en torno a la mesa de madera a disfrutarlo.

Pero había una regla inquebrantable: el morocho de leche no se preparaba ni se consumía después de las seis de la tarde. La madre era tajante en esto. Si algún miembro de la familia pedía la bebida cuando el sol ya se escondía tras los cerros de Mojanda, ella simplemente decía con voz firme:

—No, hijo. Esa hora ya no es buena para el morocho.

Cuando le preguntaban por qué, solo respondía:

—Porque el morocho de noche no alimenta, atrapa.

Un día, el esposo llegó con hambre y antojo. Había trabajado más de la cuenta cargando sacos en una hacienda lejana y tenía en la cabeza el recuerdo del morocho tibio, con su perfume a canela. Pidió con insistencia, pero la mujer se negó. Le explicó, esta vez con más claridad, que había escuchado de su abuela —y esta de su madre— que el morocho de leche era el preferido del diablo. Decían que si alguien lo tomaba en la noche, el mismo demonio vendría a sentarse a la mesa, como un comensal más y luego se llevaría al infierno a quienes hubieran compartido con él.

—¡Disparate! —gritó el hombre, con rabia y cansancio—. ¡Lo que pasa es que eres una floja y no quieres cocinar!

La mujer bajó la mirada, ofendida. No discutió más. Guardó los ingredientes, apagó el fogón y se fue a dormir.

Pasaron los días y el tema se convirtió en motivo de burla entre los hijos, especialmente del mayor, que solía decir en tono burlón:
—¡Cuidado con el morocho nocturno que trae cola y cuernos!

Una noche de lluvia, cuando el padre había salido al pueblo por un encargo y la madre se había recostado en su habitación tras una larga jornada, los tres hermanos sintieron un hambre feroz. En la cocina solo había unos trozos de pan duro, algo de queso y los ingredientes del ansiado morocho. Se miraron entre ellos, cómplices. Ya eran grandes —o al menos eso creían— y no les parecía justo tener que obedecer un capricho tan raro de su madre.

El mayor encendió el fogón con habilidad. El segundo midió la leche y vertió los granos de morocho previamente cocidos. El menor, nervioso, revolvía sin dejar que se pegue. El olor llenó la casa: canela, azúcar y leche caliente. A pesar de la lluvia afuera, en la cocina se sentía una tibieza que parecía familiar y reconfortante.

Sirvieron tres tazas humeantes, fueron por el pan y se sentaron en la mesa.

Pero justo cuando llevaban la cuchara a la boca, una mano negra, peluda y áspera detuvo el movimiento de los tres al mismo tiempo. Era una sola mano, pero parecía alargarse como sombra para alcanzar a los tres. En ese instante, las velas se apagaron con un soplido brusco, aunque no corría viento. La oscuridad se volvió absoluta, como si el aire mismo se hubiera vuelto pesado. Entonces, los tres sintieron una respiración cerca del oído, húmeda y lenta, como si alguien invisible les oliera el alma.

El menor fue el primero en gritar. Luego el segundo. El mayor, que siempre era el más valiente, fue quien soltó la cuchara con un golpe seco. Los tres salieron corriendo por el corredor de tierra hasta el cuarto de la madre, gritando y llorando.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Nos salió la mano! ¡Nos apagaron las velas! ¡El diablo vino por el morocho!

La madre, desvelada y asustada, se levantó y los escuchó con atención. Luego tomó una vela, la encendió y fue sola hasta la cocina. Allí no había nadie. Las velas estaban encendidas como si nada hubiese ocurrido. Las tazas de morocho seguían servidas, pero ahora tibias y el pan seguía intacto sobre la mesa. Solo un detalle la perturbó: la cuchara del hijo menor tenía una marca quemada, como si algo muy caliente la hubiese presionado con fuerza.

La madre no dijo nada. Cerró la puerta, apagó el fogón y mandó a dormir a los chicos, que temblaban bajo sus cobijas.

—Esta fue la última vez —les dijo con voz suave pero firme—. No por capricho se transmiten las advertencias. Algunas recetas tienen su hora y si no se respeta, se paga.

Desde ese día, ninguno de los tres volvió a pedir morocho de leche por la noche. Y cuando crecieron y formaron sus propias familias, repitieron la historia a sus hijos con la misma seriedad. Así, la advertencia se volvió tradición.

Y hasta el día de hoy, en algunos rincones de Otavalo, cuando alguien pregunta por qué no se debe comer morocho de leche en la noche, las abuelas solo dicen:

—Porque no todos los que se sientan a tu mesa son de este mundo.

 

Fotografía: Romel Rojas, 2021

 

 

INFORMANTE

Ángel Rueda Encalada
Otavalo 1923-2015

 

Fue un autodidacta que impulsó la modernización de la ciudad de Otavalo y logró cambios enormes para su ciudad, como la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la construcción de la Cámara de Comercio, la reparación del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis.

Por décadas, fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Fue fundador de varias instituciones de la ciudad, de donde desplegó su actividad a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro, Caza y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó para ella y fue su Presidente Vitalicio.

 

 

 
Audio: La mano negra
Grabación: Dorys Rueda
 
 
 
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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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