
Se cuenta que una noche un viejito caminaba por la quebrada, bajo un cielo sin estrellas y con la luna escondida tras nubes espesas. Iba encorvado, arrastrando los pies sobre la tierra húmeda, mientras se quejaba en voz alta de su desgracia.
Recordaba con nostalgia los años de juventud, cuando sus manos fuertes levantaban cosechas y construían casas. Ahora esas mismas manos temblaban y apenas podían sostener un bastón. No tenía dinero, porque sus propios hijos —los mismos a quienes había criado con tanto esfuerzo— se habían llevado todo lo que pudieron y lo habían abandonado. Su salud era precaria: cada articulación le dolía como si llevara cadenas invisibles. Y lo peor, estaba solo. Su esposa y sus amigos habían partido hacía tiempo al más allá. No le quedaba a quién querer ni quién lo cuidara.
El viejito gemía una y otra vez, como si sus lamentos pudieran llenar el vacío de su corazón. Mientras se quejaba, daban las doce de la noche. El viento helado soplaba entre los matorrales y las ramas crujían como huesos secos. Cansado, se dejó caer sobre una piedra grande, apoyando su bastón a un lado.
En ese momento, sintió un peso extraño junto a él. Algo o alguien, se había sentado a su lado.
Al principio creyó que era una sombra del monte. Se frotó los ojos y, cuando volvió a abrirlos, ya no era un bulto oscuro: allí estaba un hombre vestido íntegramente de negro, cuya presencia helaba la sangre. El viejito, a pesar de su tristeza, no sintió miedo al inicio y, con voz cansada, se atrevió a preguntar:
—¿Quién eres?
La figura levantó lentamente la cabeza. Su voz salió profunda, hueca, como si viniera de una caverna sin fin:
—Soy la muerte y vengo a llevarte conmigo.
Fue solo entonces cuando el viejito sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Por primera vez esa noche, el miedo lo despertó de sus lamentos. Con lágrimas en los ojos suplicó:
—No me lleves todavía, dame un poco más de tiempo. Quiero vivir un poquito más.
La muerte permaneció en silencio unos instantes, como si reflexionara. Luego, con un gesto brusco, se puso de pie. El anciano alcanzó a ver su rostro: una calavera desnuda, los ojos vacíos como pozos oscuros. Intentó levantarse, huir, pero sus piernas no le respondieron y se quedó clavado en la piedra.
La muerte extendió su mano huesuda y tomó la hoz que había dejado apoyada cerca. Su voz volvió a resonar, más firme que antes:
—Hombre, basta ya de tanta queja y tanto llanto. De aquí en adelante, no vivirás para lamentarte de lo que no tienes. Te conformarás con tu suerte, con lo que todavía te queda.
El viejito temblaba, con el corazón retumbando en su pecho.
—Escúchame bien —continuó la Muerte—: no quiero volver a verte en mucho tiempo. Vive en silencio, agradece cada día y no me llames con tus gemidos.
Dicho esto, la figura se desvaneció entre las sombras de la quebrada.
Desde entonces, cuentan los vecinos que aquel hombre cambió. Ya no se le escucharon lamentos en la noche. Caminaba despacio, sí, pero con el rostro más sereno, como si llevara dentro la advertencia que lo había salvado: que la muerte solo viene una vez y no siempre da segundas oportunidades.

Fue un autodidacta que impulsó la modernización de Otavalo, logrando grandes avances para la ciudad. Entre sus logros más destacados se encuentran la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la construcción de la Cámara de Comercio, la restauración del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis.
Durante décadas, fue un generoso benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Además, fue fundador de varias instituciones clave para la ciudad, desde las cuales desplegó una incansable labor en beneficio de la comunidad. Se desempeñó como presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro, Caza y Pesca. También formó la Cámara de Comercio, trabajando activamente para ella y siendo nombrado su presidente vitalicio.