Se cuenta que una mujer muy hermosa, que tenía bastante dinero, se casó con un hombre apuesto que parecía estar muy enamorado de ella, pero que cambió poco después del matrimonio. Bebía en exceso y le gustaba la compañía de una dama distinta cada noche. Un día desapareció misteriosamente, sin dejar rastro. La gente decía que debió haber muerto en un accidente, pues no era hombre para vivir sin el dinero de su esposa. La mujer, enamorada como estaba del bribón, no dejó de buscarle, no aceptaba su partida. Con los años, se enfermó y de la pena, murió.
Desde entonces, aparece la viuda del cementerio. Una mujer que sale de su tumba todas las noches en busca de los borrachos e infieles, a quienes desea causarles la muerte.
En ese tiempo, vivía en Otavalo un joven al que le gustaba por igual el licor y la compañía de las damas más hermosas del lugar. Siempre alardeaba de sus conquistas, de las mujeres solteras y casadas que había seducido.
Una noche, como muchas otras, regresaba ebrio a su casa. Al llegar al barrio Punyaro, se encontró con una de las mujeres más bonitas que había visto en toda su vida. Sin pérdida de tiempo, se lanzó a su conquista. Como la mujer aceptó su proposición, empezaron a buscar el sitio más desolado del pueblo para el encuentro amoroso. La muchacha le sugirió el sitio perfecto: el cementerio que no estaba lejos. Allí se dirigieron ambos jóvenes.
Entraron con prisa al centro del camposanto. Él la tomó de los hombros, la mujer se volvió y empezó a desnudarse. En el instante en que la muchacha le ofrecía su cuerpo, el hombre sintió cómo un frío de muerte le recorría el cuerpo. Sin embargo, la abrazó apasionadamente. Entonces, se dio cuenta de que la mujer había desaparecido y en su lugar estaba un esqueleto, a quien él acariciaba con pasión.
Horrorizado, salió del cementerio en una sola carrera y llegó a su casa, botando espuma por la boca. Su vida cambió, ya no se emborrachaba. Dejó de ser el bandido de toda la vida.