Cuenta la leyenda que una tarde, hace muchos años, el jefe político de Otavalo fue invitado a una fiesta en Peguche, organizada por un indígena de la comunidad. El ambiente era festivo y no faltaba la bebida. El hombre, encantado por la hospitalidad, bebió con entusiasmo, tanto que pronto perdió la cuenta de los tragos. Cuando la medianoche se acercaba, y a pesar de estar bastante ebrio, decidió que era hora de regresar a Otavalo. Se despidió de los presentes y, con la ayuda de un buen samaritano, montó su caballo para emprender el viaje de vuelta.
Al pasar por la Cascada de Peguche, justo a las doce en punto, el caballo, normalmente obediente, se detuvo de repente. Por más que el hombre tiraba de las riendas, el animal no se movía. Desconcertado, el jefe político decidió desmontar, aunque en su estado tambaleante corría el riesgo de caerse y lastimarse. Con mucho esfuerzo, logró bajar sin incidentes, agradeciendo al cielo por no haberse herido. Al revisar a su caballo, notó que el pobre animal echaba espuma por la boca, como si hubiera sido envenenado o estuviera exhausto por una fuerza sobrenatural.
Pero lo más aterrador vino después. A unos metros de la cascada, vio algo que lo dejó paralizado: un hombre sin rostro ordenaba a varios indígenas que se formaran en fila. Con voz autoritaria, llamaba al primero de la fila y, cuando este bajaba la cabeza, el verdugo alzaba una espada y de un solo tajo le cortaba la cabeza. Esta caía al suelo, rodando como si fuera una fruta madura. Luego llamaba al siguiente y repetía la terrible escena. El jefe político, petrificado de miedo, vio cómo uno tras otro, los indígenas eran decapitados de manera implacable.
El hombre creía que estaba alucinando por el alcohol. Se frotó los ojos con fuerza, esperando que la visión desapareciera, pero todo seguía igual. Desesperado, se acercó a la cascada para refrescarse el rostro con agua fría, pero cuando extendió las manos hacia el agua, lo que vio lo aterrorizó aún más. Desde el centro de la corriente, emergió una figura repugnante: un ser con dos enormes cuernos y una larga cola que se enroscaba detrás de él. Era el mismísimo demonio, quien, con un gesto sutil, daba la señal al verdugo para que continuara con las ejecuciones.
En ese momento, el caballo, tan asustado como su dueño, soltó un relincho ensordecedor y salió corriendo a toda velocidad. El jefe político, en su pánico, se aferró desesperadamente al rabo del animal y de alguna manera, se metió bajo su vientre mientras el caballo galopaba sin detenerse hasta llegar a Otavalo. Aunque llegó vivo, el susto lo acompañaría por el resto de su vida. Se tocaba la cabeza una y otra vez, asegurándose de que seguía en su lugar y de que había escapado de las garras del diablo.
El caballo, sin embargo, no tuvo tanta suerte. Al amanecer, cayó gravemente enfermo y, para tristeza de su dueño, murió al día siguiente. Desde entonces, se cuenta que la Cascada de Peguche es un sitio donde suceden eventos misteriosos a medianoche. Aquellos que se atrevan a cruzar por allí en esas horas podrían encontrarse cara a cara con fuerzas del más allá
Informante (Otavalo: 1923-2015)
Fue un autodidacta que impulsó la modernización de Otavalo, logrando grandes transformaciones para su ciudad. Entre sus logros se cuentan la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la creación de la Cámara de Comercio, la restauración del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis. Durante décadas, fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Además, fundó varias instituciones locales desde las cuales desplegó su labor a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro, Caza y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó incansablemente para ella y fue nombrado su presidente vitalicio.
(M. Esparza, presidente de la Cámara de Comercio de Otavalo, comunicación personal, julio 12, 2015).