Fuente oral: Ángel Rueda Encalada1
Recopilación: Dorys Rueda
 Otavalo, 1983
 
 
 

Cuenta la leyenda que una tarde, hace muchos años, el jefe político de Otavalo —un hombre de temple recio y palabra autoritaria— fue invitado a una fiesta en la comunidad de Peguche. El anfitrión era un respetado indígena de la zona, que había logrado ganarse la atención de las autoridades y de la gente de Otavalo. La celebración prometía abundante comida, música de rondadores y quenas y, por supuesto, bebida de sobra.

Al llegar, el funcionario fue recibido con hospitalidad y reverencia. Los anfitriones lo trataron como a un rey. Copas de chicha y aguardiente circulaban de mano en mano y nadie quería que el invitado de honor tuviera el vaso vacío. El jefe político, encantado con la fiesta, brindaba con soltura, aplaudía al compás de la música y reía a carcajadas. Pero con cada trago, La risa se le volvió densa, las piernas le flaqueaban y la lengua se le enredaba como si tropezara con cada palabra.

Cuando el reloj marcaba casi la medianoche y, aunque apenas podía sostenerse en pie, decidió que era hora de regresar a Otavalo. Se despidió con palabras arrastradas y una sonrisa torpe. Un buen samaritano de la comunidad lo ayudó a montar su caballo, un animal de confianza que conocía el camino de regreso casi de memoria. La noche estaba despejada, la luna llena se reflejaba en los charcos del camino y el aire fresco ayudaba a despejar un poco la embriaguez.

Sin embargo, al llegar al sector de la cascada de Peguche, algo cambió.

El caballo, que hasta entonces avanzaba sin problema, se detuvo en seco justo frente al salto de agua. No relinchó ni se encabritó: simplemente se clavó al suelo como si una fuerza invisible lo sujetara por las patas. El jefe político tiró de las riendas una y otra vez, lo azuzó con los talones, pero el animal no reaccionaba. Decidió desmontar, aunque en su estado corría el riesgo de caer como un costal. Logró hacerlo sin desplomarse, pero cuando se acercó al animal, notó que echaba espuma por la boca, jadeaba de forma agitada y sus ojos parecían desorbitados, como si hubiese visto algo que los humanos aún no podían ver.

Fue entonces cuando ocurrió lo impensable.

A unos metros, justo a la orilla de la cascada iluminada por la luna, apareció una escena imposible: una fila de indígenas —silenciosos, con la cabeza baja y los pies descalzos— aguardaban el llamado de una figura oscura. El hombre al frente, alto y sin rostro, vestía de negro y sostenía una espada brillante que parecía flotar en el aire. Con un gesto seco, llamaba al primero de la fila. Este se arrodillaba con resignación y, sin mediar palabra, el verdugo levantaba su arma y lo decapitaba de un solo tajo. La cabeza caía al suelo con un ruido seco y el cuerpo era apartado por dos sombras que lo arrastraban hacia la oscuridad. Luego venía el siguiente y el siguiente.

El jefe político se frotó los ojos con fuerza, creyendo que todo era un efecto del alcohol. Pero al volver a mirar, la escena no solo seguía ahí, sino que parecía más nítida. Un escalofrío le recorrió la espalda. Intentó retroceder, pero sus pies no respondían. Entonces se acercó tambaleando hacia la cascada con la esperanza de despejarse el rostro con agua fría.

Grave error.

Cuando agachó la cabeza y extendió las manos para mojarse, algo emergió desde el centro mismo del agua. Era una figura horrenda: un ser con cuernos retorcidos, piel brillante como el alquitrán y una larga cola que se arrastraba por las piedras. Tenía ojos que ardían como brasas y una sonrisa que no pertenecía a este mundo. Era el diablo, observándolo con deleite. Y sin necesidad de palabras, levantó la mano e hizo una seña al verdugo para que continuara.

En ese instante, el caballo, como si hubiera recibido una señal de salvación, soltó un relincho ensordecedor, rompió el hechizo que lo tenía paralizado y salió disparado. El jefe político, dominado por el terror, no atinó más que a aferrarse a su cola, cayendo de bruces y rodando bajo el vientre del animal. Allí se quedó, como colgado entre las patas, mientras el caballo galopaba a toda velocidad por los caminos de piedra.

Así llegó a Otavalo, entre golpes, rasguños y con el alma hecha pedazos. No murió, pero desde entonces —decían los vecinos— nunca volvió a ser el mismo. Se tocaba la cabeza a cada rato, como si no creyera tenerla aún sobre los hombros. Murmuraba cosas sin sentido, no bebía jamás y si alguien mencionaba la palabra “cascada”, su rostro palidecía.

El caballo, sin embargo, no sobrevivió. Al amanecer, cayó enfermo y murió a los pies de su dueño, como si su corazón hubiera absorbido todo el espanto que el hombre no pudo soportar.

Desde entonces, nadie pasa por la cascada de Peguche a medianoche. Dicen que, en noches claras, aún puede escucharse el relincho del caballo o el silbido de la espada en el aire. Otros aseguran que el verdugo sigue allí, cumpliendo condenas antiguas. Pero todos coinciden en algo: hay sitios donde no se debe hablar en voz alta y mucho menos mirar por curiosidad.

 

 

  Informante (Otavalo: 1923-2015)

 

Fue un autodidacta que impulsó la modernización de Otavalo, logrando grandes transformaciones para su ciudad. Entre sus logros se cuentan la automatización de los teléfonos, la construcción del Banco de Fomento, la llegada del Banco del Pichincha, la edificación del Mercado 24 de Mayo, la creación de la Cámara de Comercio, la restauración del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis. Durante décadas, fue benefactor de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí. Además, fundó varias instituciones locales desde las cuales desplegó su labor a favor de la comunidad. Fue presidente de la Sociedad de Trabajadores México y del Club de Tiro, Caza y Pesca. Formó la Cámara de Comercio, trabajó incansablemente para ella y fue nombrado su presidente vitalicio.

 

 (M. Esparza, presidente de la Cámara de Comercio de Otavalo, comunicación personal, julio 12, 2015).

 

 

 
 
Fotografía:  La Cascada de Peguche, Ecuador

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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