Enero, 2018
En San Vicente de Chitacaspi, un pintoresco barrio que antes pertenecía a San Isidro, en la provincia del Carchi, se encontraba un puente muy antiguo. Este puente, hecho de madera y con una acequia debajo, era el camino que los vecinos tomaban a diario para recolectar agua de la quebrada cercana. Aunque para muchos era un paso común, el puente tenía una historia que no todos conocían.
Cuando tenía siete años, yo, Clara Isabel García Ruano, me encontraba caminando junto a mi hermana menor, Juanita, con rumbo a recoger agua. Ambos sabíamos que cruzar aquel puente era un reto, pues no era muy seguro. El paso era estrecho, y las tablas que lo formaban crujían al paso. Mi hermana cruzó con facilidad, mientras yo, temerosa, me acerqué al borde. Un paso en falso y de repente sentí que me deslizaba hacia la acequia. En ese preciso momento, dos vecinos del barrio, Adán Chávez y Lauro Montalvo, que pasaban por allí, me tomaron de los pies y me salvaron. Si no fuera por ellos, el agua y las rocas me habrían arrastrado y hoy nadie contaría esta historia.
Tras ese incidente, algo extraño comenzó a ocurrir. Cada noche, justo antes de dormir, sentía una presencia en la casa. Al principio pensé que era solo mi imaginación, pero pronto me di cuenta de que era real. Un duende pequeño, con un sombrero grande de paja toquilla, me aparecía en el umbral de la puerta de mi habitación. Su rostro era pálido, y sus ojos azules brillaban en la penumbra de la noche. Se reía con una risa extraña y, lo peor, me llamaba por mi nombre. Cada vez que lo veía, me decía que me daría pan y naranjas, pero al acercarme me mostraba un pan negro y seco, con el olor repulsivo del excremento de vaca y unas naranjas que al tocarlas emitían un olor extraño y amargo, de una planta venenosa llamada "payaca".
El duende venía noche tras noche. Al principio, me resistía, pero luego, intrigada por sus promesas, comencé a seguirlo en silencio, creyendo que tal vez sus palabras eran una oferta de algo mejor. Sin embargo, mi madre comenzó a notarlo. Desesperada, me advertía que nunca debía seguir al duende, pues nada bueno podía surgir de sus ofrecimientos.
Una noche, después de una larga jornada sin descanso, mi madre decidió hablar con el cura del pueblo. El párroco le explicó que quizás el duende se había "enamorado" de mí, ya que aquellos seres a veces se encariñan con los humanos y tratan de llevárselos con ellos. La solución, según el cura, era que yo hiciera la Primera Comunión, un acto de fe que me protegería de ese ser maligno.
Sin dudarlo, mi madre me inscribió para hacer la Primera Comunión. Al poco tiempo, me preparé con toda la seriedad que se requería y el día de la ceremonia, sentí una paz profunda en mi corazón. Fue entonces cuando el duende dejó de aparecer, como si al verme recibir la bendición de la iglesia, su poder se desvaneciera. Nunca más lo vi.
Con el tiempo, esa experiencia se convirtió en parte de mi vida y aunque a veces compartía la historia con otros, me sorprendía al ver cómo algunos aún no creían en el poder de las entidades que habitan en la naturaleza. Pero para mí, la lección fue clara: a veces, los peligros y misterios de la vida no siempre son lo que parecen y la protección espiritual tiene el poder de ahuyentar lo que no podemos ver.