Mira, Carchi
Por: Mario Conde
Doña Rosario Angamarca era una viuda sola que se preocupaba más de la vida ajena que de la suya propia. Vivía en Mira, cantón ubicado en el sur de la provincia del Carchi. Como no tenía mayores obligaciones, se pasaba los días conversando con amigas y criticando a sus vecinos. Eso sí, era un ejemplo de beatitud; nunca faltaba a misa, los domingos llegaba antes que nadie a la iglesia y era la primera en la fila para comulgar la hostia consagrada. Nadie se atrevía a pasar antes que ella por miedo a ganarse sus insultos.
La vieja llevaba una existencia rutinaria. Aunque se acostaba a las siete de la noche, no se dormía sino hasta las nueve, después de rezar cada una de las cuentas de su rosario: cincuenta avemarías, cinco padrenuestros y un Gloria a Dios. Al día siguiente, se despertaba a las cinco con el canto de los gallos, pero solamente se levantaba a las seis tras decir una hora de plegarias al arcángel San Gabriel. La vida se le iba entre oraciones en la madrugada, chismes en el día y más rezos por la noche. El dicho de “A Dios rogando y con el mazo dando” se volvía realidad en ella.
Cierto domingo, doña Rosario salió de su casa antes de las seis de la mañana. Hacía frío, había neblina y estaba oscuro todavía. La beata avanzaba a la iglesia, ubicada a tres cuadras de su casa, guardándose de la inclemencia del tiempo con un pañolón negro y con un sombrero. Como en todas las localidades de origen español, la iglesia de Mira queda frente al parque. Doña Rosario se dirigía allí con pasos apurados, acompañada por el bullicio mañanero de los pájaros. Antes de llegar al parque, desde lejos, vio un bulto arrimado a un tapial, un extraño bulto que parecía tener forma humana. Curiosa como era, apuró aún más el paso y llegó al lugar. Al observar lo que estaba sentado contra el tapial, se santiguó tres veces y pidió a Dios que le librara de caer alguna vez en una desgracia así.
El bulto era un hombre con el cuerpo totalmente desnudo, que dormía con los brazos acurricados en las piernas y la cabeza hundida como si fuese un ovillo. A primera vista, no tenía ninguna herida; más bien apestaba a aguardiente al tiempo que emitía una retahíla de ronquidos. Pese a estar en vueros, el hombre parecía no sentir frío pues no se lo escuchaba tiritar.
La beata no atinaba qué hacer. Se imaginó que era un borracho a quien unos ladrones le habían despojado la ropa. Quería despertarlo, pero la sola idea de tocar a un hombre desnudo le resultaba pecaminosa. Doña Rosario avistó a uno y otro lado de la calle con la esperanza de hallar a alguien que la ayudara… ¡Nadie! No había un alma en el pueblo. Todavía era temprano como para que un cristiano anduviese por allí.
Angustiada, pensó en proseguir su camino, pero no lograba apartar de la mente la imagen de aquel desvalido, que podía morir de frío si no lo ayudaba. Entonces, resuelto a salvarlo, se sacó el escapulario que llevaba al cuello, lo elevó al cielo con una plegaria y lo colocó en la cabeza del hombre, para que Dios lo despertara.
Los pájaros dejaron de cantar y un ventarrón furioso se levantó en la calle solitaria. En cuanto el escapulario tocó la piel desnuda, se volvió un tizón encendido y el sujeto emitió un rugido desgarrador.
Aquel ser, que no era de este mundo, se incorporó y se paró ante la mortal que había osado despertarlo. El pavor se reflejó en los ojos de la vieja al observar erigirse ante ella a la más espantosa de las criaturas, con garras en los pies y en las mnos, un rabo de vestia y un rostro horrendo, negro como el carbón, donde sobresalían un par de curnos. El viento arreció con fuerza sobrenatural. El horror se apoderó de la beata cuando, de un brinco, el diablo se encaramó sobre su espalda, en tanto ella se elevaba por los aires como un ave de mal agüero.
Desde aquel día doña Rosario jamás volvió a poner un pie en la iglesia. A media mañana, después de misa, unas amigas fueron a su casa a ver qué le había ocurrido. La encontraron en el patio, alimentando una fogota con leños. Cuando le preguntaron si se sentía bien, la beata empezó a insultarlas y las amenazó con un palo.
Según las mujeres, doña Rosario deliraba en fiebre y trataron de apaciguarla; sin embargo, sus intentos fueron vanos pues ella hablaba con voz ronca y en una lengua nunca oída. Sólo entonces se fijaron en las facciones de la beata y notaron que había cambiado: los ojos le brillaban como candela, tenía la piel tostada como pan olvidado en el horno y en el rostro se le veía una expresión maléfica. Las mujeres salieron espantadas de la casa.
Ni bien se alejaron lo suficiente para sentirse a salvo, las mujeres regaron la voz de que Rosario Angamarca estaba poseída por el diablo, que hablaba en lenguas desconocidas y que la habían encontrado quemando la imagen bendita del arcángel San Gabriel. Nunca nadie más se atrevió a pasar por la casa de la endiablada; y ella tampoco salía, excepto en algunas noches.
Varios mireños decían que rondaba por charcos y pastizales, cogiendo unos sapos grandes que hay en la zona.
Se comentaba que, como castigo por su falsa religiosidad, el demonio la había convertido en una bruja. Por ello recogía esas alimañas, para elaborar con su aceite una pócima que le confería el don de volar, como un ave de mal agüero que daba vueltas sobre las casas vecinas y anunciaba la muerte.
Hasta estos días, la gente de Mira cuenta que la Voladora habita en las cuevas de una quebrada llamada La Chimba. Muchos afirman haberla visto en noches de luna llena, volando sobre la iglesia como si fuera una lechuza.
Mario Conde, Historias Ecuatorianas de Aparecidos, Edición Bilingüe, Editorial Amaranta, Quito, 2005.