LEYENDA DE  LA AMAZONÍA

 

 

Dorys Rueda
Orellana, noviembre 30, 2022

 

La historia que les contaré a continuación me fue relatada por mi alumno Jefferson Pinza, quien a su vez la escuchó de don Miguel Chamba, en noviembre de 2022. A don Miguel se la contó su abuelito que era hombre oriundo de la provincia de Loja y que desde muy joven había sentido una profunda pasión por la aventura y el misterio. Su curiosidad lo llevó a recorrer los rincones más recónditos del Ecuador, donde descubrió lugares asombrosos y únicos, llenos de secretos que pocos se atrevían a explorar. Con el tiempo, sus vivencias se convirtieron en relatos mágicos que, cuando él los narraba, cobraban vida ante los ojos de sus oyentes, haciendo que cada historia pareciera tan real como el mundo que los rodeaba.

Durante la migración interna que tuvo lugar en los años 80, cuando el Ecuador atravesaba una dura crisis política y económica, este hombre llegó a un pequeño y humilde pueblo en las afueras del Coca, en la parroquia El Dorado. Este lugar, que parecía olvidado por el tiempo, le ofreció la tranquilidad que buscaba y así decidió establecerse allí hasta el final de sus días.

El Dorado era un pequeño pueblo que daba la impresión de estar congelado en el tiempo, como si el reloj de la historia hubiera dejado de girar en algún momento indeterminado del pasado. Sus casas de madera eran verdaderamente hermosas a pesar del evidente desgaste que los años y el clima les habían infligido. La pintura Las calles, empedradas con adoquines pulidos por el paso de generaciones, permanecían intactas, inalteradas, como si el tiempo, al pasar por el pueblo, hubiera decidido hacer una pausa indefinida. Los ancianos, sentados en las puertas de sus hogares, miraban el horizonte con ojos llenos de recuerdos, como si cada rincón del pueblo guardara secretos que solo ellos conocían. Sin embargo, detrás de esa belleza tranquila y casi mágica, algo mucho más profundo comenzaba a despertar, una energía latente que pocos podían percibir, pero que estaba allí, como una sombra en la memoria colectiva del lugar.

Hacia 1980, El Dorado experimentaba un lento pero constante crecimiento y con ello vino una decisión crucial: la construcción de un cementerio general. La comunidad se dividió entre aquellos que querían que el cementerio estuviera lo más cerca posible del pueblo, para mantener a los difuntos cerca de sus familias y aquellos que preferían que se construyera lejos, por temor a las posibles perturbaciones sobrenaturales que traería tener el descanso eterno tan cerca de los vivos. Al no poder llegar a un acuerdo, se optó por una solución temporal: construir un cementerio provisional, mientras se decidía la ubicación definitiva.

Los años pasaron y, finalmente, el cementerio fue trasladado a otro lugar, más alejado y acorde a las expectativas de los pobladores. En el terreno que antes ocupaba, se construyó una planta de tratamiento de agua potable y con el tiempo, la historia del antiguo cementerio comenzó a desvanecerse, pero no por mucho tiempo. Los habitantes de El Dorado empezaron a notar algo extraño. Se decía que, durante las noches más frías, especialmente cerca de las tres de la madrugada, se escuchaba el llanto desconsolado de un niño. El sonido provenía del lugar más alejado del pueblo, justo donde se encontraba el antiguo cementerio. Era un sollozo tan triste y penetrante que quienes lo escuchaban quedaban paralizados de miedo, sin atreverse a salir de sus casas.

Algunos, movidos por la curiosidad, intentaron acercarse o asomarse a las ventanas para entender lo que ocurría, pero lo que descubrieron fue aún más perturbador. Después de que el llanto cesaba, una densa niebla descendía sobre el pueblo, cubriendo las casas y las calles como un manto espeso y silencioso. La niebla era tan densa que apenas se podía ver unos pocos metros adelante y el aire, impregnado de una frialdad inusual, parecía robar la respiración de quienes se atrevían a observarla.

Lo más aterrador, sin embargo, no era la niebla en sí, sino lo que se ocultaba dentro de ella. Aquella densa cortina blanca que envolvía el pueblo no solo limitaba la visibilidad, sino que parecía cargar el aire con una tensión indescriptible, un silencio sofocante que hacía que el latir del corazón se sintiera más fuerte. Los más valientes, aquellos que se atrevían a mirar fijamente en medio de la bruma, juraban haber visto una figura espectral que se movía entre la neblina con una serenidad perturbadora. Se trataba de una mujer vestida completamente de blanco, su silueta apenas visible entre los espesos vapores.

Lo que hacía que su aparición fuera aún más escalofriante era su largo cabello negro, que caía como un velo oscuro sobre su rostro, ocultándolo por completo. A pesar de la falta de una expresión visible, la mera presencia de la figura irradiaba una sensación de tristeza profunda y desoladora. Sus pies no tocaban el suelo y en lugar de caminar como una persona normal, parecía flotar a pocos centímetros de la tierra, deslizándose con una gracia sobrenatural, como si perteneciera a otro mundo. No había sonido alguno que acompañara su movimiento, ni el crujido de los adoquines bajo sus pies ni el roce del viento en su vestido. Su presencia era completamente silenciosa, lo que hacía su aparición aún más desconcertante

Algunos creían que la figura era el espíritu de una madre que, tras perder a su hijo, vagaba eternamente en su búsqueda. Otros aseguraban que se trataba de una mujer enterrada en el cementerio provisional, cuyo espíritu no hallaba descanso por la falta de ceremonias adecuadas. También había quienes susurraban que era un presagio de muerte, una aparición que anticipaba desgracias inminentes. Fuera cual fuera la verdad, todos coincidían en lo mismo: la presencia de la mujer vestida de blanco dejaba una sensación de terror en el ambiente, y pocos se atrevían a enfrentar la neblina cuando cubría el pueblo. Su imagen pronto se convirtió en el tema central de todas las conversaciones y cada vez más personas aseguraban haberla visto, avivando el misterio y el temor que rodeaban a El Dorado.

Con el paso de los años, la leyenda de la mujer de blanco y el niño que lloraba se arraigó más en la vida cotidiana de El Dorado. Las familias más antiguas la contaban a sus hijos y nietos, quienes, a su vez, la transmitían a las siguientes generaciones. Aunque algunos mantenían un escepticismo natural hacia la historia, pocos se atrevían a negarla abiertamente. Las noches en las que la niebla aparecía, el pueblo entero caía en un silencio profundo y todos sabían que era mejor cerrar bien las puertas y ventanas y esperar en silencio hasta que el amanecer disipara el misterio.

 
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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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