Por Dorys Rueda
(Esta leyenda fue narrada originalmente por Jesús Andy. José Oña la adaptó y ahora yo la amplío, retomando su voz y su espíritu para darle nueva vida en estas páginas).
Cuentan los mayores que, hace mucho tiempo, la laguna de Limoncocha no reflejaba el cielo, sino el infierno. En sus aguas oscuras se movían criaturas inmensas, guardianas de un poder antiguo: lagartos de mirada ardiente, boas que dormían enroscadas en las raíces del miedo y pulpos tan grandes que parecían surgir del fondo de los sueños más hondos.
Nadie se atrevía a acercarse. Los viajeros que lo intentaban desaparecían sin dejar rastro y los pobladores decían que el diablo mismo moraba en su centro, riendo bajo las aguas, celoso de su dominio. Algunos aseguraban haber visto, en las noches sin luna, un resplandor rojizo que emergía del fondo, como si el fuego se encendiera bajo el agua.
El rumor de la laguna perversa se extendió por los ríos cercanos. Los pescadores cambiaron de cauce, las aves migraron hacia otros cielos y hasta los monos callaban cuando el viento soplaba desde el agua. En las casas se hablaba en voz baja y los niños aprendieron a temer el reflejo del lago, como si mirar su superficie fuera invocar su furia.
Fue entonces cuando un shamán anciano, hombre de sabiduría profunda y mirada serena, decidió liberar a la comunidad del temor. Había visto morir el bosque de miedo y comprendió que la vida no puede florecer donde el alma tiembla. Durante siete días se preparó: ayunó, conversó con las plantas del monte y pidió consejo a los espíritus tutelares. Reunió hojas de guayusa, cenizas de palo santo y un bastón tallado con símbolos del equilibrio entre lo visible y lo invisible.
En el amanecer del octavo día caminó hacia la orilla. El sol apenas nacía y una neblina dorada cubría la superficie del agua. Prometió no regresar hasta reconciliar la laguna con la vida. Al principio, el agua pareció escucharlo, ondulando con calma, pero pronto un viento extraño levantó olas altas, como si una criatura invisible se revolviera en su interior.
El shamán no retrocedió. Soplando fuego sobre el agua, arrojó pétalos de flores rojas y entonó un canto tan antiguo que el bosque entero guardó silencio. Los árboles inclinaron sus ramas, las aves suspendieron su vuelo y hasta los insectos dejaron de zumbar. El aire se volvió denso, cargado de una energía que parecía contener siglos.
Entonces, la laguna abrió su centro y lo envolvió en una espiral luminosa. Dicen que el shamán no gritó: solo cerró los ojos y extendió los brazos, dejándose llevar por el agua que lo reclamaba. Un resplandor se elevó hacia el cielo y luego todo volvió a quedar en calma.
Cuando el silencio se posó de nuevo sobre el bosque, la laguna quedó inmóvil. El sol apareció y, por primera vez, su reflejo fue claro. Las criaturas se retiraron al fondo, las aguas se serenaron y el miedo se transformó en respeto.
Desde entonces, Limoncocha se volvió un espejo sagrado donde los espíritus del bosque beben luz al amanecer. Los pobladores dicen que el shamán sigue allí, convertido en guardián del equilibrio, cuidando que ninguna sombra vuelva a despertar la furia del agua.
Y cuando el día declina y el aire huele a lluvia, algunos aseguran oír un murmullo que surge del centro del lago: un canto leve, como un suspiro antiguo, que recuerda que la paz del agua cuesta una vida, pero deja encendida una eternidad.
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