
Cuentan los mayores del barrio de San Roque que, a comienzos del siglo pasado, vivió allí un hombre alto, de barba rubia y ojos azules, conocido por su costumbre de andar descalzo. Habitaba un cuartito húmedo en la calle Rocafuerte, donde atendía una pequeña zapatería. Era un hombre callado, de mirada serena, que remendaba el calzado con la paciencia de un santo. Jamás negó un favor y, si el cliente era pobre, no le cobraba nada. Por eso, el vecindario empezó a llamarlo el Santo Descalzo. Lo curioso era que, cada domingo, a las ocho de la mañana, dejaba su taller y aparecía vestido con elegancia —chaleco de fantasía, bastón de plata, gemelos de oro—, pero con los pies desnudos, como si no quisiera ensuciar el cielo con suelas humanas. Iba a misa con una devoción tan profunda que, en más de una ocasión, lo vieron llorar en silencio.
Más de un siglo después, los vecinos vuelven a murmurar sobre un hombre parecido.
Dicen que podría ser descendiente del Santo Descalzo, aunque nadie se atreve a asegurarlo. Vive también en San Roque, justo frente a donde estuvo el viejo taller, y conserva la misma costumbre: trabaja rodeado de zapatos, pero jamás usa ninguno.
En su puerta cuelga un cartel discreto, escrito a mano: Caminar sin dejar huella.
El joven —a quien todos llaman el Santo Descalzo 2.0— fabrica calzado artesanal con materiales reciclados que encuentra en los rincones del propio barrio.
De los neumáticos viejos que los mecánicos desechan, corta las suelas resistentes; de los sacos de harina del mercado saca la lona para los interiores; y de las fibras del plátano seco teje cordones tan firmes que ni la lluvia logra desatar.
A veces aprovecha pedazos de cinturones, trozos de toldo o botones extraviados, convencido de que todo objeto usado guarda una historia que merece volver a andar, aunque sea en pies ajenos.
Cobra poco, trabaja mucho y, si el cliente llega sin dinero, le ofrece una taza de café recién hecho y una conversación tranquila sobre el tiempo, la suerte o el arte de caminar sin hacer ruido en la vida.
Cada golpe de su martillo suena como una plegaria mínima, repetida al compás de la paciencia.
El aire se impregna de cuero tibio, cera derretida y un perfume leve a esperanza: ese aroma que solo tienen los oficios honestos cuando tocan el alma sin alardes.
Una tarde, un político llegó con cámaras a encargarle un par de zapatos “para la marcha de la honestidad”.
El zapatero lo miró de arriba abajo y respondió con serenidad:
—No trabajo con cuero político, señor. Se estira mucho y nunca vuelve a su forma.
El funcionario, sorprendido, soltó una risa tensa y prometió volver. Pero, al dar los primeros pasos, sintió cómo las suelas comenzaban a despegarse sin razón. Desde entonces camina despacio, eligiendo las palabras con cuidado, como si temiera que también se le despeguen los discursos.
Los vecinos juran que el muchacho cierra su taller cada domingo y baja descalzo hasta la iglesia del Carmen Alto. Deja un ramo de flores secas en los escalones y regresa sin decir palabra. Los niños del barrio lo siguen a escondidas: aseguran que, donde pisa, el suelo queda limpio y un poco más tibio, como si la calle misma agradeciera.
En San Roque nadie se asombra. Las cosas verdaderas no se van: cambian de siglo, de rostro o de oficio, pero siempre vuelven a caminar.
Por eso, cuando alguien entra a una tienda del barrio y pregunta si todavía se hacen milagros, cualquier vendedor levanta la vista y responde con una sonrisa leve:
—Milagros no… pero, a veces, el Santo pasa descalzo por aquí.

Libro inédito, 2026
