Dorys Rueda

Inspirada en la leyenda de Miguel Ángel Puga Arroyo

Octubre, 2025

 

Cuentan que hace mucho tiempo, en el río Granobles de Cayambe, se aparecía un pequeño animal negro, del tamaño de un gato mojado, con un solo ojo rojo en medio de la frente. Ese ojo, brillante como un rubí encendido, deslumbraba a los hombres, que lo perseguían con la esperanza de arrancárselo y volverse ricos. Pero el Carbunco siempre se escabullía bajo las piedras del río. Una vez, incluso, intentaron dinamitar la roca donde se posaba; el rubí cayó al agua y nunca más se lo volvió a ver. Desde entonces, el río siguió hablando y los hombres siguieron buscando, aunque ya no supieran bien qué era lo que querían encontrar.

Y aquí entro yo. Sí, yo soy el Carbunco, aunque ya nadie me busca. He sobrevivido a las dinamitadas, a los cuentos de miedo y hasta al turismo místico que ofrece “energía ancestral con descuento de temporada”. Ahora vivo tranquilo entre las piedras, observando cómo los humanos se pelean por brillos más baratos: pantallas y anillos de luz. Mi ojo ya no les interesa; prefieren los filtros que les ponen pestañas nuevas y consciencia editada.

A veces veo pasar grupos con chalecos fluorescentes y cámaras que zumban como insectos eléctricos. Caminan en fila, convencidos de que buscan ruinas incas o señales de energía ancestral, pero en realidad solo están cazando likes. Me divierte observarlos desde el fondo: avanzan despacio, comparando mapas y hashtags, hasta que uno tropieza, el celular se le escapa y cae al agua con un plop solemne, como si el río le hubiera cobrado entrada.

Su pantalla iluminada y mi ojo rubí se cruzan, dos luces confundidas tratando de entender quién hace el live. Él se queda quieto, creyendo que acaba de descubrir un nuevo filtro de la naturaleza. Yo lo observo: tiene el gesto solemne del que cree haber visto un milagro o una notificación. Pestañea, yo también y por un segundo podría entenderlo todo: la fragilidad, el deseo y esa habilidad tan humana de deslumbrarse con cualquier cosa que brille. Pero no. Enseguida grita: “¡Perdí el iPhone!” y corre río abajo como si el Granobles ofreciera soporte técnico o repuestos acuáticos.

Yo me río bajo el agua. No por malicia, sino porque cada vez que alguien cree perder algo valioso, el río se gana una historia nueva. Entre las piedras del fondo duermen sus reliquias digitales: relojes que ya no miden el tiempo, llaves de puertas que nadie recuerda, auriculares que aún intentan reproducir canciones motivacionales. Son ofrendas involuntarias, pequeños tributos al olvido moderno. Y mientras ellos se van lamentando, yo me quedo escuchando ese concierto absurdo donde los humanos hacen coro y el río se lleva los aplausos.

Antes los hombres querían arrancarme el rubí; ahora quieren monetizar mi brillo en criptomonedas. Algunos me confunden con un dron ecológico, otros me graban y suben el video a TikTok con títulos como “Luz misteriosa aparece en Cayambe, nadie lo puede creer”. En minutos llegan los hashtags: #MilagroAndino, #RubíAlienígena, #NoFilter. Los comentarios se llenan de sabios digitales: “es fake —o sea, falso—”, “es inteligencia artificial”, “yo también vi uno en Cuenca”. Y mientras discuten quién tiene la verdad, yo, desde abajo, me río con burbujas: soy el único mito que sigue generando contenido sin conexión. Mi ojo parpadea y se apaga, como si cerrara sesión.

He tenido tiempo para pensar —y el agua da para mucho pensamiento—. He visto a los hombres cambiar de ídolos: del oro al petróleo, del petróleo al Wi-Fi, del Wi-Fi a la validación instantánea. Cambian los templos, pero no la devoción. Yo sigo aquí, siendo una joya que no se deja vender. A veces imagino poner un cartel en la orilla: “No soy un diamante ni un fenómeno paranormal. Solo un reflejo con buena iluminación natural”. Pero sé que nadie lo leería; están demasiado ocupados buscando el sentido de la vida en un tutorial de ocho minutos.

Un día, una influencer con sombrero de paja y micrófono portátil bajó al río. Dijo que quería grabar un “encuentro espiritual con las energías antiguas del agua”. Me vio, gritó: “¡Oh my God, qué vibra tan roja!” y me pidió una selfie. Accedí: abrí el ojo, posamos. Luego publicó: “Conectando con mi yo ancestral”. Doce mil likes, dos colaboraciones y una marca de agua mineral interesada en auspiciarla. Yo, mientras tanto, me fui a dormir una siesta. El río no necesita audiencia.

Sigo brillando a ratos, lo suficiente para recordarles que el deseo humano es más luminoso que el rubí y más ciego también. A veces me pregunto qué harían si me atraparan hoy. Tal vez me venderían como un NFT, esas imágenes digitales que la gente compra para decir que son dueños de algo que solo existe en la pantalla. Quizás me exhibirían en un museo virtual o me ofrecerían en línea con envío internacional y certificado de autenticidad pixelada. Pero no pueden. El río no tiene botón de compra, ni código QR, ni carrito de compras. Aquí todo lo que brilla dura lo que tarda una corriente en pasar.

Y por eso sigo aquí, entre las piedras, riéndome despacio. No porque me crea sabio, sino porque ya lo entendí: el ojo nunca fue un rubí, sino el reflejo de quien se inclina sobre el agua, creyendo que el milagro está afuera, cuando en realidad siempre ha estado corriendo por dentro.

 

Libro inédito, 2026

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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