
Cuentan los viejos muros del convento de San Diego que, en el siglo XVII, vivió un fraile llamado Manuel de Almeida, joven quiteño de buena familia que, a los diecisiete años, renunció a su fortuna para vestir el hábito franciscano. Fue hombre de palabra elocuente y espíritu inquieto, que alcanzó altos cargos en la Orden, pero también conoció los extravíos del deseo.
En aquella época, los claustros se habían relajado y las noches se volvían más mundanas que piadosas. El joven Almeida, atraído por el rumor de la ciudad, escapaba en secreto del convento en busca de buñuelos, vino y distracciones. Para salir sin ser visto, saltaba por el muro, ayudándose del brazo de un Cristo de madera, hasta que una noche la imagen cobró voz y le dijo:
—¿Hasta cuándo, Padre Almeida?
Avergonzado, el fraile respondió:
—Hasta la vuelta, Señor.
Y desde entonces se entregó al arrepentimiento y la oración. Dicen que construyó una pequeña ermita en las faldas del Pichincha, donde vivió sus últimos años, y que su nombre aún resuena entre los rezos y las leyendas de Quito.
Mucho ha llovido desde entonces. El convento ya no está rodeado de huertos, sino de edificios, cafeterías y luces que nunca se apagan. Los rezos se mezclan con el sonido del tráfico y el incienso con el aroma persistente del café recién hecho. Sin embargo, dicen que el espíritu del viejo fraile aún ronda las noches quiteñas, disfrazado de otro hábito más contemporáneo y no menos inquieto.
El nuevo Padre Almeida es joven, maneja el Wi-Fi del convento y tiene permiso para usar celular “solo con fines pastorales”. Pero el brillo de la pantalla lo tienta más que las oraciones. Una Nochebuena, mientras los demás preparan la Misa del Gallo, él mira por la ventana y ve pasar un Uber con luces azules y música celestial. Suspira.
—Solo daré una vuelta —se dice.
Se acomoda el manto, se cuelga los auriculares y, con una habilidad heredada, salta por el muro, apoyándose en el brazo del mismo Cristo de madera que siglos atrás ayudó al antiguo fraile.
El conductor lo mira por el retrovisor.
—¿A dónde lo llevo, padre?
—A donde haya buñuelos, diversión y buena compañía —responde el fraile, con voz de quien todavía no ha aprendido del todo a resistir las tentaciones.
Esa noche, Quito anda de farra. En la Ronda, el aire huele a canelazo, empanadas de morocho y espumilla; los turistas se mezclan con los vecinos entre guitarras, risas y chocolate caliente. Desde allí, el fraile sigue hacia Guápulo, un barrio bohemio donde los bares abren sus puertas y la música corre cuesta abajo como un río desbordado de brindis y carcajadas. Luego pasa por La Mariscal, donde la tradición y la modernidad se rozan sin culpa: en una esquina suena un reguetón, en otra un jazz extranjero, y las voces del mundo entero parecen encontrarse bajo la misma noche.
En La Floresta, los jóvenes escuchan música en las veredas, leen poesía con voz de madrugada y juran que el arte también salva, aunque sea por una noche de luces, esperanzas y canciones. Más al norte, en Iñaquito, la Nochebuena brilla en los ventanales y en las avenidas: los árboles de Navidad destellan junto a los edificios, los faroles reflejan colores de villancico y el aire huele a pizza, perfume y promesas. Los restaurantes y discotecas desbordan brindis y melodías improvisadas; los autos van y vienen con el volumen alto, y los semáforos, cansados de tanto rojo y verde, parecen celebrar también la fiesta.
Pero el viaje no termina allí. El Padre Almeida se adentra en el sur de la ciudad, hasta Alonso de Angulo, donde los lugares de diversión resisten al sueño y la alegría de la Nochebuena se mezcla con el último eco de los parlantes. Curioso y terco, el fraile no se detiene: toma rumbo al Valle de los Chillos, donde los restaurantes aún acogen a los comensales bajo guirnaldas encendidas y árboles que titilan. Luego, animado por la música que suena en la radio del Uber, le pide al conductor que siga por la Intervalles hasta Tumbaco, donde las casas exhiben sus árboles de Navidad como altares de esperanza y fiesta.
Justo en ese momento, una brisa leve cubrió la ciudad. Desde el muro del convento, el Cristo de madera —el mismo que siglos atrás sostuvo al viejo fraile— abrió lentamente los labios.
—¿Hasta cuándo, Padre Almeida? —dijo la voz, suave pero inconfundible.
El fraile bajó la mirada. El chofer, sin entender, detuvo el motor. Almeida respiró hondo, sonrió y murmuró:
—Hasta que cierren el karaoke de Calderón, Señor.
En el fondo, supo que nunca más saldría de parranda.
A la hora del desayuno, cuando entró al comedor del convento, los monjes lo vieron con el rostro cambiado. Desde entonces, cada Nochebuena deja una luz encendida junto al muro del convento, “por si algún alma extraviada necesita volver”. Dicen que quien pasa por allí siente una brisa cálida que huele a incienso y a café recién hecho, y oye una voz que susurra entre humor y ternura:
—Siempre hay tiempo para regresar.
Así, entre las luces inquietas del Quito moderno y las sombras silenciosas del convento, la leyenda sigue despierta, recordando que las tentaciones cambian de rostro, pero el alma, cuando escucha, siempre encuentra el camino de regreso.

