En la memoria oral de Otavalo se recuerda al Sacristán, un hombre más dado a la burla que a la devoción. Se decía que lanzaba piropos atrevidos a las muchachas en misa, amarraba a los borrachos a los postes de luz para burlarse de ellos al amanecer y hasta en los velorios convertía la solemnidad en juego, sacando a los difuntos del ataúd para sentarlos en una silla y provocar espanto.

Una madrugada, la broma se le volvió en contra: al intentar acomodar a un muerto, este abrió los ojos y le reclamó con voz profunda:

—¿Por qué no me dejas descansar?

El sacristán, fulminado por el miedo, cayó muerto en el acto. Desde entonces la gente aprendió la lección: nadie debe burlarse de los vivos ni de los muertos, porque la risa fuera de lugar siempre cobra su precio.

Pero en Otavalo, donde las historias nunca mueren del todo, se decía que la picardía del sacristán había quedado sembrada en su descendencia. Algunos juraban que uno de sus bisnietos, no hacía mucho, recorría la ciudad repitiendo las mismas travesuras del bisabuelo, con idéntica sonrisa socarrona.

Por las mañanas abría las puertas de una iglesia como si cumpliera con un deber heredado, pero apenas terminaba de barrer y ordenar, se calaba la gorra, encendía su taxi amarillo y se iba directo a su parada predilecta: una calle lateral, un poco más arriba del parque Bolívar.

El carro era un viejo sedán de asientos gastados, con un rosario balanceándose en el retrovisor y un taxímetro tan caprichoso que un día marcaba cinco centavos y al siguiente parecía pedir propina celestial. El sacristán lo manejaba con orgullo, como si fuera una nave espacial, convencido de que su taxi tenía más historia que cualquier Uber o Cabify. Se reía de los colegas modernos con GPS, pantallas táctiles o pago con tarjeta: “La única aplicación que vale es la picardía”, repetía. Su oficina era la calle, su Waze el chisme del barrio y su mejor publicidad, el humor con que adornaba cada carrera.

Cuando veía pasar a las chicas, bajaba el vidrio del taxi y, con voz de cantante de tango, exclamaba:

—¡Suba, señorita, que este taxi no cobra en dólares, cobra en sonrisas!

Y añadía con desparpajo:

—¡Si va al cielo, la dejo en la puerta con coro de ángeles incluido! Y si va al infierno, no se preocupe. Ahí tengo descuento de cliente frecuente.

Ellas fingían no escuchar y aceleraban el paso, mientras él tocaba la bocina y se acomodaba la gorra como aureola torcida. Después, arrancaba convencido de que tarde o temprano alguien caería en sus encantos.

Cuando caía la noche, cambiaba de oficio. Ya no perseguía sonrisas, sino borrachos tambaleando a la salida de las cantinas. Al ver a alguno, se acercaba con aire bondadoso y voz compasiva, como buen samaritano de madrugada: —¡Vamos, vecinito, yo le llevo derechito a su casita.

El ebrio agradecía y se dejaba llevar, pero al llegar a la puerta, el taxista sacaba de la guantera una cuerda, lo amarraba al poste de la esquina y se marchaba silbando, como si nada. El borracho, en medio de la noche, solía abrazar el poste con ternura, creyendo que era su compadre y hasta le confesaba secretos.

A la mañana siguiente, el sacristán regresaba, golpeaba la puerta con fingida compasión y anunciaba:

—¡Doña María, su marido pasó la noche abrazado al poste! Y ahora hasta le canta: “Si nos dejan, nos vamos a vivir a un poste nuevo”.

La esposa, en bata y con la escoba en la mano, salía indignada a rescatarlo, mientras el pobre hombre cabeceaba. Desde lejos, el sacristán se reía a carcajadas, convencido de que la ciudad entera era su escenario.

Pero una noche, antes de retirarse a dormir, decidió llevar su picardía un poco más lejos. Se estacionó frente a una casa, en pleno barrio Central, donde se velaba a un difunto. Algo extraño, porque ahora los velorios se hacían en funerarias con aire acondicionado, sillas plásticas y cafecito servido en vasos desechables.

Entró y apenas encontró a unos pocos dolientes cabeceando, vencidos por el sueño. La sala estaba en completo silencio. Entonces recordó las viejas travesuras de su bisabuelo. Se acercó al ataúd con sigilo, tomó al difunto con cuidado y lo colocó en una silla. Lo acomodó erguido, con las manos sobre las rodillas, como si esperara turno para hablar. Sonrió satisfecho, imaginando el sobresalto de la familia al despertar y encontrarlo allí, rígido y solemne, como un invitado puntual que nunca se iba.

Cuando estaba a punto de marcharse, ocurrió lo inesperado. El difunto abrió los ojos, lo miró con severidad y dijo con voz cavernosa:

—¿Y a ti qué te pasa, sacristán? Yo estaba cómodo en mi caja, acolchonado con mi sábana blanca y con mi velita alumbrándome. ¿Con qué derecho me sacas de ahí?

El taxista tragó saliva, intentando balbucear una disculpa, pero el muerto no le dio tiempo. Se incorporó un poco en la silla y, con voz solemne, empezó a enumerar como si dictara la lista de útiles:

—Necesito velas que alumbren de verdad, no esas que se apagan con el viento. Flores frescas, no coronas marchitas del mercado. Café fuerte, no esa agua pintada que parece té. Y lo más importante: respeto en el velorio. Estoy cansado de que en vez de rezar, la gente venga a soltar la lengua como si estuviera en feria.

Primero empiezan conmigo: que si el muerto estaba endeudado, que si dejó problemas, que si la corbata no le queda bien o el ataúd es demasiado sencillo o demasiado caro. Luego siguen con la familia: que la viuda no llora lo suficiente, que los hijos no heredaron ni las buenas maneras, que el compadre no puso ni para la vela.

Y cuando se cansan de hablar de nosotros, se lanzan contra los demás. Que la comadre se engordó, que la alcaldesa no trabaja, que el vecino llegó tarde, que la señora de la esquina se fue con el amante. No perdonan a nadie.

Y como si no bastara, luego vienen los chistes. Pero no sobre mí, sino de todo el Ecuador. Empiezan con los lojanos: que hablan tan despacio que cuando acaban el saludo ya es lunes. Luego con los cuencanos: que son tan ahorrativos que guardan hasta el aire de la funda.

Después saltan a los guayacos: que nunca se pierden porque siguen el ruido de la música y, aunque se inunde la ciudad, ellos siguen bailando con el agua a la cintura. Los quiteños tampoco se salvan: que manejan tan mal que hasta en procesión se suben a la vereda.

Y, por supuesto, terminan con los imbabureños: que somos tan orgullosos que aunque nos caigamos de bruces decimos que fue ensayo de baile típico.

 ¡Eso no es velorio! Yo quiero silencio, rezos sinceros y compañía de verdad.

Entonces se inclinó hacia adelante, señalándole con un dedo huesudo:

—Y lo esencial: poder descansar en paz, sin que me saquen de mi caja para entretener a los vivos.

El sacristán apenas pudo balbucear:

—No se enoje, don difunto, era solo una bromita, un chiste inocente.

El muerto bufó

—¿Inocente? ¡Esto es abuso laboral post mortem!

El sacristán intentó sonreír:

—Yo pensé que usted quería estirar un poquito las piernas.

—¿Piernas? ¡Si ya ni en sueños camino, lo único que hago ahora es quedarme quieto y dejar que me velen en paz!

El sacristán retrocedió temblando, con la gorra torcida y las llaves tintineando en su mano. Quiso decir algo, pero la voz se le quebró en un gemido ahogado. El miedo lo envolvió de tal manera que las rodillas no le respondieron y, antes de alcanzar la puerta, se desplomó en el suelo.

Al día siguiente, ya no se volvió a ver al sacristán en Otavalo. Unos decían que había muerto de susto, otros juraban que huyó para no regresar jamás. Pero todos coincidían en la enseñanza: nadie debe burlarse de los vivos ni de los muertos, porque la risa, cuando cruza la raya, siempre se convierte en castigo.

 

 

 Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.

Dorys Rueda

Otavalo, 1961

 

 

Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

 

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