Hace muchos años, en Otavalo comenzó a difundirse una leyenda que, con el tiempo, se volvió parte de la memoria popular. Se cuenta que, cierta noche, un joven que se había demorado por unos tragos de más esperaba, solitario, en la carretera hacia Ibarra, confiando en que algún bus o camioneta lo llevara a la ciudad. Las horas corrían y la vía permanecía desierta: dieron las diez, luego las once y nadie aparecía. Fue recién cerca de la medianoche cuando un automóvil negro, reluciente y majestuoso, surgió de la penumbra y se detuvo a su lado, invitándolo a subir.
El muchacho, confiado y aún mareado por la bebida, apoyó un pie en el estribo, pero en ese instante unos brazos femeninos lo apartaron con brusquedad. Atónito, escuchó entonces una voz angelical que le dijo con solemnidad:
—Da gracias a la Virgen, porque has sido salvado. De lo contrario, habrías caído en la trampa de Satanás, pues ese carro no era otro que el mismísimo vehículo del infierno.
Dicen que las leyendas nunca mueren, que solo cambian de escenario. Y así, muchos años después, la historia volvió a repetirse.
Un joven llegó temprano a una discoteca en el centro de Otavalo, decidido a sacudirse el cansancio de la semana. El lugar hervía de vida: luces de neón que pintaban los rostros en tonos azules y rojos, una pista repleta de muchachos que saltaban entre salsa, reguetón y cumbia, y una nube de humo artificial que convertía el baile en un carnaval urbano. En la barra, las botellas brillaban como tesoros y los vasos se alzaban una y otra vez al grito de “¡salud!”. Por momentos, aquello parecía la tradicional Fiesta del Yamor: risas, música y brindis interminables que cualquier joven esperaba durante todo el año.
A medianoche, la fiesta alcanzó su punto más alto. Subió al escenario José Farinango, el músico otavaleño que ha llevado su arte desde su tierra natal hasta escenarios lejanos, llegando incluso a la televisión coreana y a producciones de Netflix. Con su quena y su guitarra en mano, la discoteca dejó de ser discoteca y se transformó en un viaje sonoro donde lo andino se mezclaba con lo universal. El público lo recibió como a una estrella internacional: unos grababan con sus celulares, otros bailaban como si estuvieran en plena Peña del Yamor.
El muchacho, entusiasmado, decidió acompañar la música con un repertorio alcohólico digno de un festival: arrancó con una cerveza “para abrir la garganta”, continuó con un ron “para calentar motores” y terminó con una procesión de cócteles “porque estaban en promoción”. Entre sorbo y sorbo, la emoción le subía tan rápido como el alcohol a la sangre. Aplaudía con tanta energía que por un momento creyó ser el mánager no oficial de la banda. Entre gritos, saltos y ovaciones delirantes, juraba que Farinango tocaba exclusivamente para él; y con cada acorde se convencía más de que aquella era una noche irrepetible, la clase de velada que, según él, merecía crónica en Diario El Norte, aunque al día siguiente nadie más la recordara.
Cuando la fiesta terminó y las luces se encendieron de golpe, el joven entendió que ya no había vuelta atrás: la rumba había muerto. Buscó su celular para ver la hora, pero la batería había caído en combate hacía rato. Se acercó entonces a otro muchacho que salía y le preguntó:
—¿Oye, qué hora es?
—Las dos de la mañana —respondió el otro, sin siquiera detenerse.
El joven se quedó de una pieza. Para él, la fiesta apenas despegaba y todavía faltaban, por lo menos, tres canciones de Rumba Habana y unas cuantas rondas de trago antes de que la noche pudiera darse por terminada. Miró alrededor buscando algún cómplice, pero lo único que encontró fueron meseros barriendo a toda prisa, como si peinaran el parque Bolívar, una pareja discutiendo porque el taxista les quería cobrar tarifa de “feriado” y un DJ enrollando cables con la misma paciencia con que una casera acomoda la chalina en la Plaza de Ponchos.
El muchacho comprendió que debía apresurarse y caminar unas cuadras hasta llegar a la Panamericana, con la esperanza de encontrar algún transporte que lo llevara a Ibarra, donde lo esperaba su madre. La madrugada lo envolvía con su aliento helado: la neblina reptaba sobre el asfalto como un manto fantasmal y el silencio era tan espeso que hasta el eco de sus pasos sonaba como tambor de comparsa.
Se arrimó a un poste de luz al borde del camino y aguardó. Pasó una hora y ningún carro paraba. Justo cuando pensaba en rendirse, vio a lo lejos dos faros acercándose. Un automóvil negro, brillante y elegante, surgió de la penumbra y se detuvo suavemente frente a él. La puerta se abrió sola y, desde el interior, una voz grave y extrañamente amable le habló:
—¿Ibarra, verdad? Súbase, joven, que voy directo. Servicio rápido, sin escalas.
El muchacho, con el entusiasmo que solo dan el cansancio y el alcohol, se acercó tambaleando y respondió:
—Eso está de lujo. Justo allá vive mi mamita.
—Conmigo llegará más pronto que nunca —replicó la voz—. Y ni se preocupe por el pasaje: este viaje es gratis. Lo único que tiene que entregar es el alma… perdón, el asiento.
El muchacho soltó una carcajada, convencido de que era una broma de borrachos:
—¡Ja! Qué buen chiste. ¿Y tiene música?
—La que usted quiera —contestó el chofer—. Salsa para que sude como condenado, reguetón para que brinque como alma en pena y cumbia para que baile hasta que se le chamusquen los pies.
—¿Y aire acondicionado? —insistió el joven, divertido.
—Heladito como Mojanda —respondió la voz—. Para que viaje fresco, porque calor le va a sobrar en el destino.
—¿Y si me da sed? ¿Hay alguna bebida? —dijo el joven, con una sonrisa.
—Claro, todo incluido: cerveza fría como tumba y, si prefiere, un canelazo con fuego eterno.
—¡Eso suena bien! ¿Y hay algo para picar?
—Por supuesto —rió el chofer—. Chifles del purgatorio, tostado ardiente y habas infernales.
El muchacho, cada vez más entretenido, dio un paso más cerca y dijo:
—Pues esto parece mejor que un bus. ¿Y qué tan rápido llegamos?
—Más rápido que cualquier Uber —contestó la voz—. En un abrir y cerrar de ojos lo tengo en el averno… perdón, en Ibarra.
El muchacho, sin sospechar nada, apoyó un pie en el interior del auto, convencido de haber encontrado el mejor transporte de su vida. En ese instante, sintió unos brazos invisibles que lo sujetaban con fuerza y lo arrancaban hacia atrás. Cayó de espaldas en el suelo, aturdido, mientras la puerta del automóvil se cerraba de golpe.
Entonces, entre la neblina, escuchó una voz suave y angelical que le susurró:
—Da gracias a la Virgen, porque has sido salvado. De lo contrario, habrías caído en la trampa de Satanás, pues ese carro no era otro que el vehículo del infierno.
El joven, con el miedo metido hasta los huesos, se incorporó temblando, se persignó con torpeza y murmuró:
—Gracias, Virgencita María, por este favor. Desde hoy, ni un trago más; y si necesito transporte, que sea taxi legal y siempre de día
Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.
Dorys Rueda
Otavalo, 1961
Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.
Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).
Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).