Lo entendí el día en que un niño me miró fijo, sin parpadear, mientras yo me asomaba desde detrás de una vieja columna roída por el tiempo, en la Fábrica La Joya. Era mi mejor ángulo, el de siempre, ese desde donde había perfeccionado el arte del susto por generaciones, con abuelas que aún lo recordaban con un respingo.

Pero ese niño no gritó, no corrió, ni siquiera se sobresaltó. Me observó con la misma emoción que se le dedica a una piedra en la vereda, ladeó la cabeza con calma y preguntó, muy serio:

—¿Usted es de los que hacen videos para TikTok? Si me va a grabar, avise, para no salir despeinado.

Luego, con total indiferencia, volvió a mirar su celular con esa devoción profunda que tienen los jóvenes por las pantallas, esas que les dan risa, miedo, ansiedad y descuentos en pizza, todo al mismo tiempo.

Fue entonces que lo comprendí. Los tiempos cambiaron y con ellos, los miedos también.

Antes, el miedo era de carne y hueso, tenía forma y sonido. Se deslizaba por los corredores con pasos arrastrados, olía a moho, a aceite viejo, a vela apagada. Podía oírse crujir en la madera, sentirse en la nuca como un soplo frío. El terror se anunciaba con cadenas que cantaban su paso en el patio, con sombras que se quedaban quietas detrás del visillo, con lamentos que rompían la medianoche como si rajaran el aire. Tenía dientes, tenía patas, tenía un aliento antiguo que sabía a otras épocas. Yo mismo, con mi poncho ajado, mi barba de bosque espeso, mi sombrero de ala caída y mis sandalias encantadas, era un tejedor de escalofríos, un artesano del espanto.

Pero ahora, el miedo no tiene rostro. Es callado, intangible, llega disfrazado de notificación. No se arrastra por los pasillos, no gime tras los muros, no golpea las ventanas a medianoche. Se cuela sin hacer ruido, con filtro, con contraseña. Ya no hace temblar cuando cae la oscuridad, sino cuando no hay señal. No espanta con puertas que se abren solas, sino con mensajes que no llegan. Ya no sueñan con duendes tirando del tobillo, sino con algoritmos que los ignoran. El miedo moderno no habita las películas, pero vive en la piel, en la espera, en el silencio digital. Y lo peor, aunque duela incluso decirlo, es que no hay hechizo que lo ahuyente. Ni ruda, ni rezo, ni trago de puntas, ni palabra antigua que lo destierre.

Y claro, frente a esto, un duende no tiene nada de terrorífico. Solo parezco un señor perdido que no actualizó la aplicación.

Pero yo no nací para estos sustos filosóficos. Fui criado entre engranajes, telares y discusiones sindicales. Mientras otros duendes aprendían a enredar trenzas o esconder cucharas, yo me colaba en las asambleas obreras de la Fábrica La Joya. Me sentaba bajo las bancas con el oído afilado y mi cuaderno de apuntes mágicos, mientras los trabajadores peleaban por horas extras, aumentos y el derecho a no morirse de cansancio el viernes. Así aprendí a distinguir a un dirigente auténtico de uno que no lo era.

Leía los estatutos del sindicato a la luz de una linterna hechizada, de esas que no se descargan, y con tinta roja escribía pancartas que decían: “¡Respeto al duende obrero!” Aunque nunca fui afiliado formal, porque ningún estatuto contempla a seres mágicos con número de cédula, siempre estuve presente y comprometido.

Y ahora que todo está en ruinas y nadie se acuerda de mí, decidí actuar y actualizarme. Tomé un curso en línea llamado “Tecnología básica para seres mágicos rezagados”. Me inscribí con el seudónimo Don D. de La Joya, y durante cuatro semanas aprendí a usar el celular, navegar por internet, escanear códigos, mandar correos y hasta activar el modo oscuro, por si quería mantener el misterio.

Aprendí que subir a la nube ya no implica levitación, que un formulario de Google no viene impreso y que estar muteado no significa que te han echado un hechizo. Y cuando terminé mi capacitación virtual, con diploma impreso, me sentí listo. Redacté una carta a la Ilustre Municipalidad de Otavalo.

El documento decía:

Yo, el Duende de la Fábrica La Joya, me presento ante ustedes como representante simbólico del espíritu obrero de este lugar y, por medio de la presente, solicito:

El reconocimiento oficial de los derechos laborales de todos los seres mágicos que habitan en fábricas, estaciones abandonadas de tren, cascadas, teatros, molinos, bodegas embrujadas y rincones donde aún vive la imaginación colectiva.

Horas de descanso justas, proporcionales al número de sustos otorgados por siglo.

Libre circulación durante la hora pesada, seis y doce de la noche, sin persecución, burlas, memes malintencionados ni hashtags ofensivos.

La inclusión en el Plan Nacional de Rescate de Patrimonios Intangibles y la creación urgente de un fondo cultural especial para leyendas vivientes con barba, poncho, sombrero y convicciones firmes.

Además, exijo que la Fábrica La Joya sea declarada zona de memoria obrera y mística, porque los duendes también tenemos derechos y, aunque no existamos en los registros civiles, ya firmamos en digital.

Dejé caer la carta discretamente en la bandeja de sugerencias del cabildo, junto a una que pedía más árboles y otra que reclamaba por el alumbrado de la calle Sucre. Luego volví a la fábrica. Desde entonces, espero.

Cada tarde regreso a ese mismo rincón de piedra, mi vigía preferido, con la radio encendida en Armonía 94.3, la voz fiel que me acompaña desde hace años, una taza de máchica tibia entre las manos y la mirada fija en el cielo. Escucho el canto extraviado de algún pájaro que, como yo, parece no saber muy bien en qué época está, y repaso en voz baja los artículos del viejo reglamento sindical. Paciencia no me falta, soy duende y soy eterno.

Un día dejaron un sobre en la entrada de la fábrica, sin timbre, sin firma de puño ni sello oficial. En su lugar, una etiqueta blanca con un código QR y una nota impresa que decía:

Estimado solicitante: su requerimiento ha sido ingresado al sistema. Favor escanear el siguiente código para acceder a la respuesta oficial digital firmada electrónicamente.

Leí la nota, miré el código, suspiré y saqué con total naturalidad mi celular mágico, que tenía guardado entre las actas del sindicato. Abrí la aplicación de escaneo y apunté al cuadrado con toda la dignidad de un ser mágico adaptado al siglo XXI.

El sistema tardó, giró, pensó y finalmente apareció la respuesta oficial:

Gracias por su interés. En este momento no contamos con una ventanilla para seres mágicos. Favor estar atento a futuras actualizaciones.

Sonreí con calma, como quien ya lo tenía previsto. Guardé el teléfono, me acomodé el poncho con dignidad ancestral y anoté en mi cuaderno:

Año 2025. Seguimos sin representación oficial.

Luego volví a mirar al cielo, como quien espera una señal, y sonreí de nuevo. No por resignación, sino por la escena que se habrán llevado al ver cómo un duende escaneó un QR, sin pedir ayuda, sin tutorial, con dignidad ancestral y Wi-Fi prestado.

 

 

 Dorys Rueda, Leyendas y magia de Otavalo, 2025.

 


Es fundadora y directora del sitio web El Mundo de la Reflexión, creado en 2013 para fomentar la lectura y la escritura, divulgar la narratología oral del Ecuador y recolectar reflexiones de estudiantes y docentes sobre diversos temas.

Entre sus publicaciones destacan los libros Lengua 1 Bachillerato (2009), Leyendas, historias y casos de mi tierra Otavalo (2021), Leyendas, anécdotas y reflexiones de mi tierra Otavalo (2021), 11 leyendas de nuestra tierra Otavalo Español-Inglés (2022), Leyendas, historias y casos de mi tierra Ecuador (2023), 12 Voces Femeninas de Otavalo (2024), Leyendas del Ecuador para niños (2025) y Entre Versos y Líneas (2025).

Desde 2020, ha reunido a autores ecuatorianos para que la acompañen en la creación de libros, dando origen a textos culturales colaborativos en los que la autora comparte su visión con otros escritores. Entre estas obras se encuentran: Anécdotas, sobrenombres y biografías de nuestra tierra Otavalo (tomo 1, 2022; tomo 2, 2024; tomo 3, 2024), Leyendas y Versos de Otavalo (2024), Rincones de Otavalo, leyendas y poemas (2024) e Historias para recordar (2025).

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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