En la provincia de Imbabura, los ancianos cuentan que, hace mucho tiempo, un diablillo astuto rondaba la región, buscando la forma de atraer a los hombres hacia sus engaños. Conocía bien las debilidades humanas, especialmente su fascinación por el dinero, el poder y las cosas lujosas. Así que, al llegar la Navidad, ideó un plan perfecto para hacer caer a los más ambiciosos en su trampa, aprovechando la ilusión de estas fechas.
El diablillo, siempre atento, pensó que un disfraz de Papá Noel sería ideal para acercarse a sus víctimas sin levantar sospechas. Se envolvió en un traje rojo y brillante, añadió detalles blancos en los bordes y se cubrió con una barba tan larga y rizada que parecía real. Completó el disfraz con unas botas negras y un saco lleno de “regalos” al hombro. Se veía tan convincente que, al pasear por las calles, todos lo reconocían como el alegre personaje navideño y le sonreían al verlo pasar.
Por las noches, mientras todos dormían, el falso Papá Noel recorría las casas y buscaba a aquellos cuyas mentes estaban llenas de deseos de riqueza y lujos. A cada uno le ofrecía cumplir sus sueños, hablándoles con palabras tan dulces y promesas tan irresistibles que pocos podían negarse. Mostraba joyas, monedas y otros tesoros que parecían brillar más que las estrellas, y les aseguraba que todas esas riquezas serían suyas sin demora. Sin embargo, escondido en el fondo de su saco, llevaba un oscuro secreto que nadie notaba: cada “regalo” que ofrecía venía con un precio muy alto. Los que aceptaban no sabían que, junto con esos regalos, entregaban una parte de su tranquilidad, su paz y su felicidad.
Con el paso del tiempo, muchos de los que habían aceptado los regalos del falso Papá Noel empezaron a notar que, aunque ahora tenían todo lo que alguna vez habían deseado, no eran verdaderamente felices. A su alrededor, la Navidad parecía llena de amor y paz, pero en sus corazones algo faltaba. Algunos comenzaron a sentirse inquietos, otros perdieron el brillo en la mirada y algunos, sin explicación, simplemente desaparecieron. Nadie sabía dónde habían ido, pero los ancianos decían que algo malo les había pasado por confiar en el diablillo disfrazado.
Desde entonces, en Imbabura, los abuelos cuentan esta historia a los niños cada Navidad para recordarles que la verdadera felicidad no viene de las cosas materiales. Les enseñan que el verdadero sentido de la Navidad no está en los regalos caros, sino en compartir momentos con la familia, en dar cariño y en ser generosos. También les explican que no todo lo que brilla es oro y que la magia de esta época se encuentra en el amor y en la alegría de estar juntos. Así, los niños aprenden a valorar lo esencial y a no dejarse deslumbrar por las apariencias.