Inspirado en “El Shamán”.
Leyenda narrada por Jesús Andy y adaptada por José Oña.
Versión ampliada de Dorys Rueda.
 

Nadie recuerda mi nombre, pero alguna vez fui hombre antes de ser guardián. Tenía un bastón tallado y una promesa: reconciliar la laguna con la vida. Ayuné siete días, bebí la sabiduría de las hojas del monte y hablé con el silencio. Cuando llegué a la orilla, el viento me reconoció; el agua rugió y supe que debía entregarme. No sentí miedo. Cerré los ojos y abracé la luz.

Desde entonces habito aquí, bajo el espejo de Limoncocha. El sol se posa sobre mi techo cada mañana y los peces pasan saludando como si fueran pensamientos. Escucho las raíces conversar con los pájaros, las ranas marcar el ritmo de la noche y la luna mirarse en el agua para comprobar que aún existe. A veces juego con el reflejo de las nubes o con los pasos del viento cuando llega cansado del oriente. Durante siglos he custodiado este equilibrio: el respiro del bosque, el secreto del río y la calma que llega después del trueno.

Al principio creí que el silencio me haría olvidar mi forma humana, pero fue el silencio quien me enseñó a recordar sin dolor. Desde aquí contemplo el paso del tiempo sin calendario y he aprendido que incluso la eternidad tiene estaciones: el murmullo del verano, la nostalgia de la lluvia, la sonrisa breve del amanecer.

A veces, los humanos regresan. Llevan su curiosidad como antorcha, su ruido como ofrenda y su prisa como si la eternidad les pesara. La mayoría solo mira; otros arrojan piedras para ver si algo responde. Yo los observo sin enojo: olvidaron que todo lo que respira tiene alma. Algunos vienen con respeto y se marchan en silencio; otros dejan basura, creyendo que el agua no recuerda. Pero el agua siempre lo hace.

Aquel día el lago se agitó distinto. El aire trajo risas nuevas y pasos torpes sobre la madera de una canoa. Me acerqué desde el fondo y los vi: un anciano sereno y un muchacho que miraba el mundo a través de un rectángulo luminoso. El aparato zumbaba como un insecto curioso que se cree dios.

—Pon cara de misterio —dijo el joven—. Esto va a tener más likes que una foto con el presidente.

El motor se detuvo justo en el centro del agua y comprendí que me habían llamado sin querer. El anciano, que parecía recordar algo de mí, habló con voz tranquila:

—Posiblemente vamos a ver al guardián salir del agua. Pero tranquilo, solo quiere ver quién lo anda molestando.

El agua me pidió permiso para moverse y le respondí con una burbuja. Subí despacio, sin romper el silencio, y dejé que el reflejo del sol me dibujara un rostro. El joven gritó emocionado:

—Perfecto. ¡El guardián me guiñó un ojo!

Yo sonreí bajo el agua y el anciano también lo hizo. Sentí gratitud y, con un leve impulso, agradecí su respeto. La canoa comenzó a avanzar sola, suave, como si la guiara la respiración del lago.

Horas después, el joven intentó mostrarme al mundo desde su máquina brillante, pero la laguna no lo permitió. Las imágenes se borraron. En su lugar, dejé un mensaje sencillo: “El agua no quiere fama, solo respeto.” Él lo leyó con asombro, creyendo que era un fallo técnico. Yo, desde el fondo, reí en silencio.

Desde entonces, cada vez que vuelven los visitantes, el lago me avisa. Me asomo en forma de reflejo, de destello o de bruma leve. Si escucho una risa limpia, dejo que me vean un poco, porque también disfruto de su asombro. He aprendido que el humor es otra manera de enseñar respeto.

Dicen que soy un espíritu antiguo, pero yo prefiero pensar que soy el latido de la tierra cuando alguien lo escucha. No guardo rencor; guardo memoria. Y si un día sientes que el agua respira distinto, no te asustes. Quizás solo me estés haciendo sonreír.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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