El trato del diablo con la mujer
Por: Gonzalo Díaz Troya
Era la segunda noche; se escuchaba una voz enigmática que muy complacidamente, contaba las cabezas de ganado que agitado y nervioso caminaba de un lado hacia el otro del inmenso corral de la hacienda Los Perros Bravos. Jacinto Andrade y su esposa, todo lo escuchaban desde su cuarto. El hombre temblaba de miedo, su esposa, mujer de carácter firme, pero no por ello, un poco temerosa por lo desconocido, apremiaba a su esposo para que le diera una explicación de lo que estaba sucediendo.
Amaneció, e igual como en los dos días anteriores, ni una huella fresca de ganado se podía observar en el corral. Es más, el ganado siempre dormía en los potreros. Su esposo no decía una sola palabra de aquello; ante esta negativa confirmaba aún más su sospecha de que algo tenía que ver con el asunto.
A la siguiente noche sucedió cosa igual, los ruidos ensordecedores de las reses corriendo de aquí para allá, emitiendo rugidos de nerviosismo, se hacían sentir con mayor fuerza. Frente a la insistencia de su esposa, Jacinto le narró lo sospechado por ella: un trato celebrado entre el Diablo y él. Eran ya 20 años de absoluta prosperidad económica, y aunque Dios nunca les había premiado con un hijo se las ingeniaban para pasar la vida de la mejor forma.
Allá, en sus años mozos, Jacinto repentinamente empezó a acumular riquezas que se evidenciaba en las compras de hacienda y la multiplicación extraña de su ganado.
Los peones que tenía en sus propiedades aseguraban haber visto apariciones extrañas en los corrales y casi todas coincidían con la presencia de dos enormes perros negros. Todas estas noticias llegaban a los oídos de la esposa de Jacinto, lo que daba lugar a la sospecha que aquella noche corroboró. Efectivamente, a cambio de riquezas y prosperidad, el dueño de la hacienda había ofrecido al demonio nada menos que a uno de sus futuros hijos, pero que de no llegarlos a tener, cancelaría con su propia alma.
Ahora, el plazo estaba a punto de vencerse. Según lo convenido, faltando trece días el diablo empezaría a contar todas las propiedades y el ganado que había multiplicado en manos de Jacinto.
A la cuarta noche, el episodio volvió a repetirse. Lupe, pese a ir en contra de la autoridad de su esposo, saltó de la cama. Había decidido enfrentar al demonio. Velozmente bajó las escaleras que comunicaban la segunda planta de la casa con la sala. Y a medida que se acercaba a la puerta de salida, el mugir del ganado enfurecido se acrecentaba más y más hasta volverse ensordecedor. Nada la iba a detener. Ni siquiera cuando al abrir la puerta, el escándalo de los animales mugiendo se apagó de pronto, convirtiéndose en un silencio sepulcral. Sin dudarlo, alumbrada por la agónica luz de la luna, la valiente mujer se dirigió al corral que distaba unos cuantos metros de la casa. Apresuraba el paso. A mitad del camino dos perros negros, que casi se confundían con la noche, de ojos rojizos que parecían despedir lenguas de fuego y que gruñían con ferocidad, le cortaron el paso; eran los custodios de la puerta del corral. Avanzó lentamente. La decisión estaba tomada, ya no había lugar para retroceder. Los fieros perros enseñaban sus blancos y afilados colmillos que llenos de saliva se mostraban cada vez más amenazadores. De pronto una densa nube, como de fuego, los cubrió, y desapareció con ellos. Sin salir todavía del asombro, en el lugar, que hasta hacía un momento estuvo ocupado por los caninos, se fue delineando la figura de un hombre de generosa estatura; parado de costado, tenía apoyado su brazo izquierdo en la tranca más alta de la puerta del corral, llevaba un gran sombrero negro y su cabello caía libremente sobre sus hombros. Su nariz aguilucha y largas mejillas sobresalían en su rostro. La miraba como de perfil, se podría decir casi recelosamente. Se dibujó en su rostro una sonrisa irónica, que levemente se dejó escuchar, sus dientes mostraban un fulgurante brillo. Su mirada era penetrante y absorbente, pero contrariamente daba lugar para la acogida.
Desde la ventana, el ganadero observaba la escena con curiosidad, mas no podía escuchar nada. Cuando habló Lupe, el Diablo dejó traslucir cierta incomodidad. Charlaron como media hora y al final el maligno pareció haber aceptado lo que ella le planteaba. El demonio desapareció instantáneamente.
Al retornar a la casa, Lupe le contó a su esposo que había planteado a Lucifer un trato, que de ganarlo ella dejaría anulado el de antaño. Éste consistía en que ella adivinaría en un plazo no más allá de ocho días, la edad que tenía el Diablo. De no lograrlo, él podría cargar no sólo con el alma de su marido, sino con la de los dos.
Lupe sabía, según las creencias que al Diablo no le gustaban las mujeres cochinas. Desde el día del trato, durante ocho días siguientes, dejó de asear sus partes íntimas después de hacer sus necesidades; asimismo, dejó de bañarse e incrementó su trabajo físico lidiando en los potreros con el ganado y en los chiqueros con los chanchos, a tal punto que ni su propio esposo lograba soportar el mal olor que despedía.
Averiguó el lugar por donde acostumbraba pasar el Diablo todas las tardes. Y antes de que llegara la hora de su paso, amontonó gran cantidad de hojas secas, se acostó en el suelo, cubrió su cuerpo con ellas de la cintura para arriba, levantó sus piernas de tal manera que sus partes íntimas quedaron ampliamente descubiertas. Inmediatamente, debido al mal olor que despedía, una gran cantidad de moscas se posaron sobre ellas.
Al poco rato el Diablo con un singular silbido, llegaba al lugar con mirada de desconcierto, y con gesto de repugnancia observó aquella escena. Se acercó y sin querer, separando levemente a las moscas, provocó que el mal olor se percibiera con toda su profusión. De inmediato se alejó, al tiempo que exclamaba con repugnancia y asombro que “nunca, en sus cuatro mil quinientos noventa y siete años de vida había visto animal tan horripilante y apestoso. Luego, se alejó con veloz carrera.
Cumplido el plazo, en igual escena como el de la noche del trato, la mujer se hizo presente ante el Diablo. Sin mayor preámbulo le dijo que él tenía cuatro mil quinientos noventa y siete años; éste aceptó con caballerosidad la derrota y desapareció. Desde entonces el Diablo juró nunca más entablar tratos con una mujer.
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