¿Recuerdas, Vri?

Esa noche caía la nieve y nos casamos en la Catedral de los Secretos, en Alcalá de Henares.

Estábamos tan bellos, tan dolorosos y bellos.

Había flores, había arroz, había vestidos de seda, había caballeros y damas de honor.

Pero ni tú ni yo estábamos allí. Y fue a la mañana siguiente cuando empecé a pensar en que era cierto que no debíamos nombrarnos.
A veces, en mi torpeza frágil, suelo extraviarme en la idea de que hay cielos inasibles que nunca se dejan aprehender del todo y que hay amores que se pierden ahogados en su suerte.

Un fin de semana nos escribimos cartas y luego acordamos encontrarnos en la puerta 2 del acceso 9 en la estación del Metro de Nueva York.

Subimos al mismo tren y nos sentamos frente a frente, no juntos, para leer en libertad y entre las sucesivas sombras y luces de la cabina las cosas que nos dijimos en esos papeles inexistentes que te despertaron tantas sospechas y dudas aunque las palabras reales no estaban dichas.

Qué cosas, ¿no? Tantos inviernos que nos juntamos en Librería Ateneo de Buenos Aires y con gestos de picardía y misterio leímos partes de libros nuevos que nos atraían por sus portadas o por los nombres de sus autores, aunque la señorita rubia y gorda que nos vigilaba se mostraba inquieta y observaba atenta nuestros movimientos por si se nos ocurriera robarnos un ejemplar o dos.

Así fue la mañana cuando caminamos tomados de las manos por el malecón de Manta y dijiste que tenías miedo de tener miedo y que más importante que nosotros dos era tu paz en nuestros destinos paralelos que al final serán asíntotas de nuestros lutos.

También te escuché decir que debíamos aparecer ante los otros como la nada para que los cuervos de la desesperanza no supieran de nuestro todo.  

Y así, en medio del rumor de misiles que estallaban en el paisaje de las olas, la complicidad se fue esfumando como suele deshacerse la espuma del mar cuando la absorbe la incertidumbre de la arena.
Y tu nombre, este nombre, Vri, dejó de aparecer para siempre en los porvenires celebratorios que yo te inventaba en mis poemas.

 

Rubén Darío Buitrón 

 

 

Comentario del poema 

 

Dorys Rueda

Octubre, 2025  

 

Leer a Vri es escuchar la respiración del amor cuando ya no está. El poema no cuenta una historia: la recuerda, la inventa, la sueña mientras la pierde.

Vri 1 es la mujer que encarna el arquetipo de lo inalcanzable: el amor imposible, la plenitud que solo puede existir en la ausencia. La boda en la Catedral de los Secretos inaugura un rito que nunca se cumple: hay flores, arroz y vestidos de seda, pero no hay amantes. Ese escenario, que debería ser celebración, se vuelve un altar del vacío. Allí, la belleza no colma: hiere. La paradoja se condensa en el oxímoron “tan bellos, tan dolorosos y bellos”, donde la plenitud se transforma en herida y el deseo se purifica en imposibilidad. La mujer, en su lejanía, se vuelve centro invisible; es la figura que sostiene el poema desde la distancia, como si su ausencia fuera el verdadero cuerpo de la historia. La distancia, lejos de ser olvido, se vuelve permanencia; el deseo, en su imposibilidad, se convierte en destino, en una forma secreta de permanecer cuando todo se desvanece.

La Catedral, más que un lugar físico, se erige como símbolo de la palabra poética: un templo donde el amor intenta consagrarse y termina revelando su propia imposibilidad. Allí no solo fracasa el encuentro entre los cuerpos, sino también el lenguaje en su intento por decir lo absoluto. Como en Rilke o en Cernuda, el amor se revela en su ausencia y el poema convierte el vacío en materia sagrada.

En la tradición del amor idealizado —de Beatriz a Laura, de Elvira a la Amada inmóvil—, Vri inaugura un nuevo territorio: ya no habita los cielos del mito, sino la vida contemporánea. Viaja en metro, lee en librerías, camina por malecones. Su espiritualidad no proviene de la distancia del ideal, sino de la lucidez cotidiana de quien ama desde la conciencia de lo imposible.

Su voz surge desde el silencio y la confesión. Irrumpe entre los versos y rompe el hilo de la narración. No responde, interrumpe: duda, se repliega, confiesa. “Tenías miedo de tener miedo”, dice, abriendo un territorio donde el silencio también habla. En ese gesto se despliega una intimidad profunda: la palabra se despoja de artificio y se vuelve respiración, pensamiento, temblor. Así, el poema deja de ser monólogo y se convierte en diálogo secreto, un espacio donde la voz de Vri y la del yo lírico se buscan sin encontrarse del todo, como dos ondas que se rozan en el aire antes de extinguirse. Lo no dicho cobra tanto peso como la palabra pronunciada; el silencio se revela como su otro rostro. Vri habla desde lo que calla; respira entre los huecos de la frase. Su presencia no se impone: late, se filtra, persiste como eco que vuelve una y otra vez a nombrar lo innombrable.

En esta tensión entre palabra y silencio, el poema alcanza una hondura mística: el lenguaje se convierte en frontera entre lo humano y lo inefable. La confesión no busca explicar, sino preservar el misterio. Tal como sucede en las cartas imposibles de los amores literarios —de Dante a Beatriz, de Petrarca a Laura—, la voz de Vri conserva la pureza del amor que no se realiza, y por eso no se corrompe.

El paisaje se convierte en reflejo del deseo y la pérdida. Los lugares que habita —las ciudades, los trenes, la librería, el malecón— no son simples escenarios: son prolongaciones del alma, espejos donde el sentimiento se reconoce a sí mismo. Cada sitio guarda una huella, una vibración que persiste después del paso de los amantes. “Frente a frente, no juntos” resume esa geografía interior en la que el encuentro es, al mismo tiempo, la evidencia de la separación. En la espuma que se disuelve, en la arena que absorbe o en el rumor del metro, se percibe la respiración de un amor que sobrevive en lo efímero. El entorno cotidiano adquiere una dimensión sagrada: los objetos comunes se transforman en reliquias del instante, y el espacio urbano, con su ruido y su tránsito, se convierte en templo de la memoria íntima. Allí, donde la vida transcurre sin detenerse, el poema logra capturar lo que apenas roza el aire: la persistencia del deseo en su fuga.

El mundo visible se vuelve así el espejo de un mundo interior. Cada ciudad es una metáfora del alma; cada tren, un desplazamiento del deseo. En esa cartografía emocional, el viaje no lleva al reencuentro, sino al reconocimiento de la pérdida. El paisaje se vuelve espejo y laberinto, territorio donde la ausencia toma forma visible.

El tiempo, en cambio, no avanza: gira. Es un reloj de arena que se invierte sin cesar, una espiral donde el pasado y el deseo se confunden. En Vri 1, el amor no busca recuperar lo perdido, sino permanecer en el instante suspendido donde todavía respira antes de extinguirse.

Vri asciende hacia el mito íntimo y el signo perdurable. Su nombre, repetido y luego borrado, se vuelve conjuro: una palabra que protege y revela, un símbolo que sobrevive incluso en el silencio. “Nuestros destinos paralelos, que al final serán asíntotas de nuestros lutos”, encierra la paradoja esencial: dos trayectorias que se acompañan sin tocarse, dos almas que avanzan en paralelo hacia un punto que nunca llega. En ese límite matemático del amor, la memoria se convierte en forma, la pérdida en permanencia, y la escritura en refugio. Vri deja de ser una figura de carne y se vuelve signo: luz intermitente, presencia que no cesa, promesa que se abre y no concluye. Allí donde el amor fracasa en la vida, la palabra lo sostiene como promesa inacabada. Porque lo eterno no siempre está en lo que se alcanza, sino en aquello que sigue llamando desde la distancia. Así, Vri permanece como un mito íntimo, una interrogación luminosa que invita a reconocer, en lo imposible, la forma secreta de lo eterno.

El mito no es solo recuerdo: es una forma de supervivencia. Vri deja de ser persona para convertirse en principio poético, en energía que permite al lenguaje seguir respirando más allá de la pérdida. La escritura transforma el duelo en permanencia, la herida en signo. En esa alquimia de lo inasible, el mito íntimo se vuelve también una meditación sobre la creación: la poesía como acto de salvar del olvido lo que nunca pudo ser vivido.

En ese gesto, el yo poético asume su condición de guardián: no canta para retener, sino para comprender. Su voz no busca consuelo, sino lucidez; por eso, en su dolor hay una forma de gratitud. En Vri 1, el poeta no lamenta la ausencia: la celebra como el espacio donde el amor se transforma en arte.

En esta convergencia de planos —voz, espacio, deseo y mito— se levanta la arquitectura interior del poema. Los cuatro ejes se iluminan mutuamente, trazando la constelación poética que sostiene la esencia de Vri 1. Tal vez allí resida su misterio más profundo: que el poema no intenta resolver la ausencia, sino habitarla. La Catedral de los Secretos, el silencio, el paisaje y el mito no son respuestas, sino puertas abiertas hacia lo indescifrable. En última instancia, Vri 1 es una meditación sobre el poder del lenguaje para convertir el vacío en revelación: la palabra como templo, la ausencia como forma de eternidad.

 

 

Síntesis interpretativa de los ejes

 

 
Ejes

Síntesis 

 

Arquetipo de lo inalcanzable 

     Vri encarna el amor imposible, la plenitud que solo puede existir en la distancia. Su lejanía se convierte en permanencia, y el deseo, en destino.

 

Voz desde el silencio y la confesión 

   Su palabra interrumpe la del yo lírico, generando un diálogo hecho de silencios, dudas y ecos donde lo no dicho revela más que lo pronunciado.

 

Paisaje del deseo y la pérdida

 

  Los lugares recorridos son geografía emocional: cada ciudad y cada objeto guardan la huella del amor que se desvanece y persiste en lo efímero.

Mito íntimo y signo perdurable

 

           

     Vri trasciende la historia y se convierte en símbolo: destello intermitente, presencia que no cesa. Allí donde el amor fracasa en la vida, la palabra lo sostiene como promesa inacabada y convierte la herida en permanencia.

 

 

 

Cartografía emocional de Vri 1

 

La historia de Vri 1 no se extiende en línea recta. Su trayecto es una espiral que regresa siempre al punto inicial, allí donde el amor se busca y se pierde al mismo tiempo. Cada eje del poema se convierte en una estación emocional, un punto cardinal de una geografía que no pertenece al mundo, sino a la memoria. El mapa no indica caminos físicos: marca los lugares donde la palabra respira.

Desde el norte, donde nace el arquetipo de lo inalcanzable, se levanta la Catedral de los Secretos como vértice del deseo imposible. Allí, la plenitud solo puede existir en la ausencia: la distancia funda el mapa y marca el comienzo del viaje. Ese norte es el punto del anhelo, el sitio donde la belleza se convierte en herida y la espera se confunde con fe. Desde esa altura simbólica, el amor contempla su propia imposibilidad y, al hacerlo, se purifica.

Hacia el este fluye la voz del silencio y la confesión, como un amanecer tembloroso sobre el lenguaje. La palabra de Vri no nombra: sugiere, interrumpe, respira. El silencio se convierte en brújula y guía el diálogo secreto entre lo dicho y lo callado. En esa claridad que vacila, el poema encuentra su tono: la emoción se expresa no por lo que afirma, sino por lo que deja en suspenso. El este, con su luz indecisa, representa el instante en que la palabra se abre y, al mismo tiempo, se retrae ante el misterio que intenta decir.

En el sur, el paisaje del deseo y la pérdida traza una constelación terrestre. Alcalá de Henares, Nueva York, Buenos Aires y Manta son nombres que no designan lugares, sino latitudes del alma. Cada uno guarda la huella del amor, su reflejo en la espuma del mar, en el rumor del metro o en los vidrios de una librería. Allí, la vida cotidiana se transforma en reliquia del instante, y el viaje exterior se convierte en ruta de la memoria. En este sur del poema, la materia del mundo se impregna de nostalgia: el espacio se vuelve memoria y el tiempo, persistencia.

Por el oeste llega el mito íntimo y el signo perdurable. La línea del mapa se curva hacia el infinito y la pérdida se transmuta en permanencia. Vri deja de ser figura y se vuelve signo, luz intermitente que orienta al lector hacia lo eterno. El ocaso no termina: es el umbral donde la palabra sustituye al cuerpo y la ausencia se vuelve forma de permanencia. El oeste representa la consagración: el momento en que la historia personal se transforma en símbolo y el amor imposible se vuelve materia del mito.

En el centro de esta cartografía late una sola palabra: Vri. Es el punto de gravedad del viaje, la coordenada secreta donde convergen deseo, silencio, paisaje y mito. A su alrededor giran las estaciones del amor y de la ausencia, dibujando la espiral invisible que sostiene la respiración del poema. Allí se condensa el sentido último del texto: el amor como movimiento perpetuo entre lo que se busca y lo que se pierde, entre la palabra que nombra y el silencio que la sostiene. 

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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