
En el "Poema 9”, Rubén Darío Buitrón construye una atmósfera donde el desencanto, la pérdida y la ternura conviven bajo una luz turbia. El poema se despliega como un paisaje emocional que oscila entre el dolor íntimo y la lucidez de quien ya ha dejado de esperar redención. Sus imágenes —un “pájaro extraviado entre las nubes informales”, una “electricidad desconocida entre dos cuerpos que se esquivan” o un “payaso desamparado”— revelan una tensión constante entre lo que se siente y lo que no logra decirse. Esa imposibilidad de comunicar plenamente convierte al silencio en el verdadero hilo conductor del texto. Más que acompañar las palabras, el silencio las sostiene: es el escenario donde se manifiesta la infelicidad y, al mismo tiempo, el único lenguaje capaz de contenerla.
Desde los primeros versos, el silencio aparece como un espacio expectante, casi físico. En “una electricidad desconocida entre dos cuerpos que se esquivan”, la ausencia de contacto es sonora: el poema vibra con lo que no sucede, con lo que queda suspendido en el aire. El silencio aquí no es vacío, sino tensión: una corriente que no encuentra su descarga.
Más adelante, el tono se torna más sombrío: “La infelicidad es la derrota de la utopía, la vileza de una deslealtad enmascarada”. En este punto, el poema deja atrás las imágenes sensoriales del inicio y entra en una dimensión más ética y existencial. Ya no se trata de cuerpos que se esquivan o de nubes inciertas, sino de la conciencia de una pérdida moral: la traición, la deslealtad, el fin de la esperanza. Sin embargo, incluso al nombrar esa caída, la voz lírica evita el grito. Las palabras no buscan escandalizar ni acusar; se pronuncian con una serenidad tensa, con la templanza de quien comprende que el dolor más profundo no necesita estridencia. Es un lamento contenido, casi resignado, que transforma la denuncia en meditación.
El silencio, entonces, se espesa: deja de ser mero trasfondo y se convierte en un residuo moral, en la sustancia invisible que queda cuando las palabras ya no alcanzan a reparar lo dañado. Es la pausa que sostiene la dignidad frente al derrumbe, la sombra de lo que se calla para no destruir del todo lo que aún queda en pie. En ese silencio pesado y lúcido habita la madurez del poema: la aceptación de que hay heridas que solo pueden comprenderse si se las nombra en voz baja.
Finalmente, el poema nos lleva al territorio más humano del silencio: “por qué fuimos incapaces de cometer el pecado de abrazarnos”. Aquí el callar ya no es distancia, sino culpa; el silencio se encarna, adopta cuerpo, rostro y temblor. Ha pasado de ser atmósfera a ser herida, de ser un paisaje a ser la voz misma que se interrumpe. El poema se cierra no con ruido, sino con un eco: la conciencia de todo lo que no se dijo.
Quizás lo más revelador de este poema no sea su dolor, sino la posibilidad que encierra su silencio. El escritor nos invita a escuchar lo que la infelicidad oculta: una llamada a reconciliarnos con nuestra fragilidad, a entender que el silencio no siempre es omisión, sino otra forma de hablar. Tal vez sea necesario aprender a habitarlo, a reconocerlo como un territorio fértil donde el lenguaje se detiene para dar paso a algo más hondo: la presencia de lo que sentimos pero no sabemos nombrar. Porque, al final, el silencio no destruye las palabras: las afina. Las prepara para volver al mundo con un temblor más verdadero.
Rubén Darío Buitrón

Rubén Darío Buitrón (Quito, 1966) es Director General de NOTIMERCIO, el nuevo periódico de Quito. Dirige también la nueva Escuela de Cronistas del Ecuador. Es poeta, docente y cronista. Máster en Periodismo por la Universidad de Alcalá, en España. Tiene tres premios nacionales de Periodismo. Autor de 13 libros en diversos géneros. Su libro más reciente es «Dicen que mis demonios son inofensivos» (2023). Es director del portal periodístico y literario loscronistas.org
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