
El poema aborda el acto de escribir como una tarea manual y casi sagrada: un trabajo donde la palabra se convierte en materia viva que necesita ser reparada. No se trata solo de crear belleza, sino de darle respiración a lo que se ha dañado. En su aparente sencillez, el texto sugiere que la poesía no es una fábrica de sentido, sino un taller donde las palabras —esas criaturas frágiles y obstinadas— esperan ser despertadas por quien aún cree en su poder.
El yo lírico se aproxima al lenguaje como un artesano ante un objeto averiado. Se pregunta: “cómo empezar, cómo terminar, en dónde meterle un clavo, ajustarle una tuerca”. En esos verbos mecánicos se reconoce la condición material del poema: no nace del aire, sino del roce entre herramientas, de la precisión y la torpeza necesarias para sostener algo que está a punto de deshacerse. Pero bajo ese gesto técnico se percibe una emoción más honda: no se ajusta solo una tuerca, se intenta reparar la ternura. La pregunta “cómo explicar la utilidad de la ternura” desborda la reflexión estética y entra en el terreno ético: ¿para qué sirve sentir en un mundo que ha olvidado la delicadeza?
En esa tensión el poema deja ver su otro rostro: el del taller como espacio espiritual. Las palabras que “hacen fila, esperando que las tomen en cuenta” parecen almas en un limbo verbal, voces que buscan cuerpo. El poeta no las ordena: las escucha. Cada palabra tiene una temperatura, una respiración, un pulso. Por eso el yo poético no se impone, sino que duda; se queda “inmóvil, sin nada que decir”. Esa inmovilidad no es parálisis: es escucha activa, un silencio que afina. El poema se escribe no desde la abundancia, sino desde la atención, en ese punto en que la herramienta deja de golpear y comienza a oír el latido del metal.
El “árbol desahuciado”, imagen de lo que ya no florece, se convierte en símbolo del propio lenguaje: un organismo enfermo que aún puede dar sombra si alguien le repara las raíces. El poeta, entonces, trabaja en esa zona ambigua donde lo inerte y lo vivo se rozan. El taller se vuelve rito y el rito, poesía.
Quizás el poema plantea algo más radical: que las palabras también nos reparan a nosotros. Que, al intentar componerlas, ellas nos devuelven cierta forma de respirar. No es el poeta quien da vida a las palabras, sino ellas las que, con su obstinada fila, insisten en recordarnos que aún existe un lenguaje para lo que duele. En ese diálogo silencioso entre lo roto y lo que espera renacer se revela una verdad mínima y luminosa: escribir no es construir un poema, sino asistir al instante en que una palabra vuelve a latir.
