

Dorys Rueda
Septiembre 1, 2025
El poema se abre como una meditación sobre el deseo y la naturaleza de la pérdida. La afirmación reiterada —“Uno nunca pierde lo que no ha tenido”— intenta situarse en el terreno de la lógica, pero el propio lenguaje poético revela que esa lógica se quiebra frente a la experiencia interior. El ser humano no necesita poseer para sentir la carencia: basta el anhelo, basta el vacío que deja lo que nunca llegó a concretarse.
El deseo convierte lo inexistente en una forma de realidad. Cuando el yo lírico dice “te duelan los labios”, habla de un dolor nacido de lo imaginado, del beso que nunca ocurrió pero cuya ausencia late con la misma intensidad que una herida física. Así, la migración de las mariposas “de pura soledad” no es un hecho, sino la metáfora de un mundo que se despoja de belleza porque la conciencia percibe lo que falta.
El poema también reflexiona sobre cómo la memoria fabrica pérdidas. La línea “aunque los recuerdos lleguen con piedras y palos” sugiere que incluso los recuerdos de lo no vivido —sueños, expectativas, posibilidades— pueden violentar al sujeto como si fueran recuerdos de hechos concretos. Se trata de la paradoja de la conciencia: el hombre es capaz de sufrir por ficciones propias, por futuros que no se cumplieron, por lo imaginado que nunca se materializó.
En el plano filosófico, el texto muestra la frontera difusa entre ser y no ser. Lo no tenido adquiere densidad en el pensamiento, en la emoción, en el cuerpo, hasta convertirse en algo que se siente perder. El poema, entonces, no niega la lógica inicial, sino que la desestabiliza: lo no tenido, aunque imposible de perder en sentido material, puede ser más doloroso que lo real porque habita en el reino del deseo, donde nada se posee y todo se anhela.
El impacto en el lector radica en esa grieta que se abre entre la razón y la emoción. El verso insiste en la imposibilidad de perder lo inexistente, pero el lector se reconoce en la contradicción: ha sentido alguna vez la herida de lo no vivido, la nostalgia de lo que nunca ocurrió. Esa identificación provoca un eco íntimo, pues el poema no describe solo una experiencia individual, sino una condición universal.
La repetición —“Uno nunca pierde lo que no ha tenido”— golpea como un recordatorio que se quiere aceptar y al mismo tiempo se rechaza. Cada imagen concreta —“te duelan los labios”, “las mariposas migren”, “los recuerdos lleguen con piedras y palos”— hace que lo abstracto se vuelva físico, que lo filosófico se sienta en la piel. El lector se ve arrastrado a habitar ese espacio ambiguo donde lo ausente pesa tanto como lo real.
El poema, entonces, deja un sabor de inquietud: obliga a preguntarse cuántas veces hemos llorado por posibilidades, por amores nunca nacidos, por vidas que no fueron. Esa es su fuerza: en la aparente paradoja se descubre la verdad humana de que el deseo y la memoria no distinguen entre lo vivido y lo soñado, y en esa confusión se revela la hondura del dolor.