Desde el principio, el ser humano ha buscado en otros la forma de su propio valor.

Allí donde el miedo levantaba muros, inventó un héroe que los atravesara; allí donde la oscuridad se volvía insoportable, encendió una historia.

Los héroes nacieron así: del asombro y del miedo, del deseo de creer que lo imposible también puede tener rostro.

Tal vez por eso, aunque cambien los siglos y los nombres, seguimos esperándolos, como si aún necesitáramos una figura que sostenga la esperanza cuando nosotros no podemos.

Los héroes antiguos fueron la primera metáfora del coraje.

Nacían del fuego y de la necesidad humana de inventar sentido.

Ulises encarnaba el deseo de regreso —no solo a su patria, sino a sí mismo—; Hércules, la fuerza que se mide por el peso de su culpa; Prometeo, la rebeldía que ilumina y condena al mismo tiempo.

En ellos ardía la promesa de una humanidad que se negaba a aceptar sus límites, que soñaba con alcanzar la estatura de los dioses.

Cada hazaña era un acto de fe contra el vacío: una plegaria convertida en figura, una forma de recordarle al universo que la llama humana no busca gloria, sino sentido.

Y, como si el mito no supiera morir, reapareció en otro escenario.

Con el tiempo, los nuevos dioses cambiaron de vestuario, pero no de propósito.

Los héroes del Olimpo se mudaron a los estudios de Hollywood.

Thor heredó el trueno de los antiguos dioses y lo convirtió en espectáculo; Iron Man se volvió un Prometeo moderno, atado al fuego que él mismo inventó; el Capitán América reemplazó la lanza por el escudo y el deber por la disciplina; y Superman, viajero de otros cielos, encarnó la pureza que ya nadie se atreve a exigir de sí mismo.

Todos ellos —mitológicos o de Marvel— comparten la misma condena: no poder fallar.

Se les permite sangrar, pero no dudar; perder, pero no rendirse.

Hasta su fatiga es una coreografía.

Nadie los imagina haciendo fila, buscando estacionamiento o llegando tarde al trabajo.

Su cansancio es estético: medido, elegante, casi ensayado.

Sin embargo, esos héroes parecen haber abandonado los templos, los cómics y los cines para mezclarse entre nosotros.

Se han reencarnado en personas comunes que sostienen el mundo sin banda sonora: el médico que atiende guardias infinitas con los párpados vencidos; la madre que trabaja doble jornada y aún encuentra un cuento para leer; el maestro que enseña en aulas donde apenas cabe la esperanza; el conductor que atraviesa la ciudad dormida mientras todos descansan.

Cada uno libra una batalla diminuta y silenciosa, tan real como cualquier guerra de antaño.

Aquiles ahora maneja un Uber para pagar la reparación de su espada; Maximus llena planillas y sonríe en reuniones que no liberan a nadie; Frodo atiende quejas telefónicas y cuelga, sabiendo que el anillo del poder es un auricular que nunca descansa.

Son héroes sin capa, sin orquesta ni aplausos.

Luchan contra la inflación, el insomnio y las expectativas.

Su épica es la de resistir sin testigos, cuidar sin gloria, seguir adelante aunque nadie lo note.

Ya no los guía el deber divino, sino la costumbre —humana, terca y luminosa— de no rendirse. Y aunque nadie escriba canciones sobre ellos, siguen siendo los guardianes invisibles del mundo cotidiano.

Quizá el futuro de los héroes no sea salvar el mundo, sino sostenerlo sin alarde. Tal vez la verdadera grandeza consista en seguir andando cuando ya no hay música, en caminar sin aplausos, en amar sin testigos.

Hay una nobleza secreta en quien se levanta cada mañana sin profecías ni oráculos, y aun así decide continuar. Porque, al final, hasta los héroes antiguos —si volvieran— entenderían que la verdadera victoria no es conquistar el mundo, sino permanecer en él sin perder el alma.

 

Libro inédito

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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