La ternura se expresa en los pliegues invisibles del alma, donde las palabras se disuelven y los gestos hablan por sí mismos. Es un lenguaje que no requiere elocuencia verbal para ser comprendido. En la ternura, las palabras sobran porque lo esencial es la conexión profunda. Es como cuando una abuela acaricia el cabello de su nieto mientras él duerme, sin decir nada. O como cuando alguien nos toma de la mano en silencio en medio de un mal momento. Es una presencia cálida sin demanda, una forma de cuidado que no interrumpe, pero acompaña. Podría compararse con ciertos aromas suaves —lavanda, rosa, vainilla, almendra— que envuelven el espacio sin invadirlo, ofreciendo una calma serena sin necesidad de llamar la atención.

Esa misma delicadeza se manifiesta en el cuerpo. La ternura se expresa con sutileza en el lenguaje corporal: en los movimientos suaves, la postura relajada, la forma en que los hombros se inclinan hacia el otro sin tensión. Es cuando alguien cubre a otro con una manta sin despertarlo o cuando un niño duerme sobre el pecho de quien ama, y ese pecho respira más lento para no incomodarlo. Son actos casi invisibles, pero colmados de sentido. Esta ternura se asemeja al aroma del pan recién horneado, que llena el hogar de una presencia acogedora sin imponerse, invitando a la quietud y al bienestar. También recuerda al olor de la tierra mojada tras la lluvia: fresco, limpio, que se infiltra en el aire y nos recuerda que la calma puede llegar incluso después del dolor.

Desde el cuerpo, la ternura se extiende a la presencia. No siempre se ve, pero se siente. También puede manifestarse como una compañía silenciosa, que ofrece apoyo sin necesidad de que se pida. Es ese estar ahí sin presionar, sin exigir, simplemente ofreciendo consuelo con la sola disposición de compartir el espacio. Como cuando alguien permanece en una sala de hospital sin decir palabra, solo para acompañar. O cuando se deja la comida lista para quien llega tarde, sin preguntar ni señalar. Esta forma de ternura se parece al aroma del bosque húmedo: tierra, hojas y brisa que no buscan ser notados, pero que nos envuelven con serenidad, como una caricia que no interrumpe el silencio.

De este modo, la ternura no solo se entrega: también se recibe. Y cuando es acogida con apertura, tiene la capacidad de transformar a quien la experimenta. En ese intercambio nace una danza de vulnerabilidad compartida, donde tanto quien da como quien recibe quedan tocados por la magia de un gesto simple, pero profundamente humano. Como cuando alguien llora y otra seca sus lágrimas con los dedos, sin emitir palabra. O cuando una mascota se recuesta junto a su dueño enfermo, sabiendo que su compañía es suficiente. Así, la ternura se vuelve vínculo, puente invisible entre almas que se reconocen.

En suma, la ternura es un lenguaje silencioso que se expresa en gestos sutiles, en la presencia desinteresada y en el cuidado que damos sin esperar nada a cambio. Va más allá de las palabras; habita en el silencio compartido, en la escucha atenta, en el respeto profundo por la fragilidad del otro. En su esencia, la ternura nos recuerda nuestra capacidad humana de ser vulnerables y generosos, de brindar consuelo solo con estar allí, sin necesidad de ser vistos. Practicarla en cada acto cotidiano no solo transforma nuestras relaciones: también nutre nuestra propia alma. Nos enseña, con su delicadeza firme, el inmenso poder que tienen los gestos pequeños en la vida diaria.

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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