Hoy quiero reflexionar sobre el diálogo continuo entre el escritor y el lector a través del concepto de "espejo".
Al escribir, el autor deja en el texto fragmentos de sus pensamientos, emociones y conflictos, proyectando parte de su ser en cada palabra. Ese acto íntimo abre un espacio de redescubrimiento y comprensión personal. Al otro lado, el lector, al encontrarse con esas palabras, reconoce en ellas ecos de sus propias vivencias y emociones. Así, el texto se convierte en un espejo que le habla desde su singular mirada. En este cruce de reflejos, se teje una conexión profunda entre ambos, más allá del lenguaje, en un proceso silencioso de introspección compartida.
Con cada nueva obra, la escritura captura la esencia del escritor, aunque nunca de forma idéntica. Lo que una vez se vio con nitidez puede tornarse difuso con el paso del tiempo, porque tanto el autor como su obra están en permanente transformación. Las palabras, aunque familiares, revelan nuevas capas de significado, como si cada texto fuese un espejo distinto del momento vital en que fue concebido. En la narrativa, esta huella se advierte en la evolución de personajes y tramas; en la poesía, en el ritmo y las imágenes que dibujan paisajes del alma; en el teatro, en los silencios y los diálogos cargados de intención. La escritura no es un producto acabado, sino un proceso en movimiento, una forma de autodescubrimiento que se renueva con cada página.
Desde la otra orilla, el lector también se refleja en el texto, a veces reconociendo fragmentos de su pasado, otras hallando respuestas para su presente. Al reinterpretar lo escrito, descubre aspectos de sí mismo que quizás había olvidado o que aún no lograba comprender. Ya sea en un personaje, en un verso o en una escena dramática, el lector completa el sentido de la obra con su propia experiencia. Así, leer también se convierte en un acto de creación, una forma de mirarse en el otro y encontrar allí algo propio.
Pero también la escritura es el espejo de lo no dicho. El escritor se enfrenta a los silencios que habitan entre las palabras, dejándolos como puertas abiertas a la interpretación. Estos vacíos, lejos de ser ausencias, contienen una fuerza expresiva que invita a imaginar. En la narrativa, aparecen como cambios implícitos; en la poesía, como espacios entre versos cargados de significado; y en el teatro, como pausas que revelan tensiones invisibles. Frente a estos silencios, el lector proyecta sus propios significados, transformando el vacío en un espejo íntimo que refleja su mundo interior.
La escritura, además, revela aquello que se encuentra en constante transformación. Para el escritor, cada obra es una huella de su evolución emocional e intelectual, un registro vivo de lo que fue y de lo que está en proceso de ser. Las palabras escritas no solo fijan un instante, sino que contienen el movimiento interno de quien las escribe. Para el lector, en cambio, cada lectura puede convertirse en un punto de inflexión, un espejo que le devuelve una imagen distinta de sí mismo con cada página recorrida. En este juego de reflejos, la obra literaria actúa como un puente tendido entre el ayer, el presente y lo que aún está por venir.
Y en cuanto a ese porvenir, la escritura también se proyecta hacia lo desconocido. El escritor no solo se observa, sino que se imagina. En su creación se esbozan futuros posibles, deseos apenas formulados, temores que aún no han tomado forma. Escribir, en cierto modo, es anticipar lo que podría ser, explorar sendas que no han sido transitadas. De manera paralela, el lector es alcanzado por esas proyecciones. La lectura lo confronta con sus propias preguntas, con los caminos que ha tomado y los que aún puede elegir. Así, la obra se convierte en un espacio de exploración del porvenir, donde el tiempo todavía no vivido se vuelve materia de reflexión compartida.
La escritura, así mismo, revela nuestra ineludible conexión con los otros. Ningún autor escribe en soledad absoluta: cada palabra nace entretejida con las voces que lo anteceden, lo acompañan y lo atraviesan —tradiciones, lecturas, memorias compartidas. Su obra es un diálogo constante con el tiempo, con la cultura que lo moldea y con los ecos que resuenan en su interior. Para el lector, esta red se expande y cobra nueva vida al reconocer en lo ajeno un reflejo de lo propio y en lo íntimo, una resonancia universal. Leer, entonces, es abrirse al otro, tender puentes hacia lo desconocido y ampliar la mirada sobre lo que significa ser humano.
En suma, la escritura, como espejo, ofrece al escritor y al lector un espacio para mirarse, descubrirse y transformarse. Es una invitación constante al diálogo interior y a la conexión con el mundo. En cada palabra escrita y en cada palabra leída hay un gesto de reconocimiento, una búsqueda compartida que hace de la literatura una experiencia profundamente humana. Así, el acto de escribir y leer se convierte en un viaje, donde el reflejo de la obra nos revela lo que somos y lo que aún podemos llegar a ser.
Dorys Rueda, Reflexiones, 2025.