Al escribir, el autor no entrega un objeto acabado, sino que abre un sendero. Sus palabras son huellas iniciales que marcan la ruta, pero nunca la definen por completo. El lector, al recorrer ese trayecto, lo transforma: cambia la dirección, imagina desvíos, descubre rincones que quizá el propio escritor nunca previó.

Así, la literatura no es un acto solitario, sino una caminata en compañía. El escritor avanza primero, tanteando la tierra con sus palabras; luego llega el lector, que pone sus propios pasos, su ritmo y su mirada. Entre ambos levantan un paisaje nuevo, siempre en construcción.

Cada lectura es, en ese sentido, una nueva travesía. Un mismo texto puede sentirse como montaña para unos y como río para otros. La obra permanece, pero los caminos que la cruzan se multiplican con cada lector.

Escribir, entonces, no es imponer un recorrido, sino invitar a caminar juntos. El autor ofrece la brújula, pero es el lector quien decide cómo interpretar el horizonte. Y en ese encuentro de pasos —a veces convergentes, a veces divergentes— surge la riqueza de la literatura: un viaje que nunca se repite.

En suma, escritor y lector no son dos extremos, sino caminantes de un mismo territorio. Uno abre la senda; el otro la recorre. Y en ese cruce de huellas, la palabra escrita deja de ser trazo inerte para convertirse en experiencia viva: una marcha compartida hacia lo desconocido, que nos recuerda que cada lectura es, en el fondo, otra forma de andar la vida.

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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