El primer amor es una experiencia que todos compartimos. Es ese momento en el que la vida se define por sensaciones nuevas y emociones desconocidas. Aunque cada uno lo vive a su manera, hay algo universal en ese encuentro inicial: una intensidad que transforma y deja huella.
Por efímero que sea, su marca permanece como nostalgia, aprendizaje o una leve herida luminosa. Reflexionar sobre el primer amor es recordar cómo esa vivencia, con su fuerza y fragilidad, no solo definió lo que fuimos, sino también lo que llegamos a ser.
El primer amor puede sentirse como un tango, donde la pasión y la tensión se entrelazan en una danza íntima. Se mueve entre la cercanía y la distancia, entre lo deseado y lo temido. Cada paso abre un abismo de incertidumbre, pero cada giro trae la promesa de un reencuentro. En sus ritmos intensos y en sus pausas, este amor es como un abrazo que se suelta solo para volver a encontrarse.
Otras veces adopta la suavidad de una balada envolvente, llena de un romanticismo que parece nacido de un sueño. Se vive más en la imaginación que en la realidad, y los recuerdos se transforman en ecos persistentes. No importa la presencia física: habita en la mente y en el corazón, resonando como una melodía que nunca se apaga.
También puede irrumpir con la vitalidad de una cumbia: espontáneo, vibrante, ardiente. Se mueve libre, sin cargas, como una emoción que fluye en el presente. Es un amor que no pide ser comprendido ni anticipado, solo vivido, con la ligereza alegre del ritmo que lo inspira.
En ocasiones, el primer amor estalla como un rock: vértigo puro y emoción desbordada. Es una fuerza que sacude, como el primer acorde de guitarra que atraviesa el cuerpo. No hay espacio para cálculos: solo intensidad, autenticidad y deseo. Se vive al límite, entre la euforia y la ternura, en un desorden que, de algún modo, encuentra su propia armonía.
Asimismo, el primer amor puede desplegarse como un jazz sin partitura: improvisado y sorprendente. No tiene forma fija; se adapta, se transforma, fluye según el momento. Entre la dulzura del saxofón y la tensión de un acorde inesperado, se revela como un amor genuino que encuentra su belleza en lo impredecible.
Y cuando parece que ya lo ha mostrado todo, también puede estallar con el sabor de la salsa: enérgico, vital, contagioso. Está hecho de miradas cómplices y gestos que no necesitan palabras. Es conexión, cadencia y celebración; la alegría de descubrir que ambos bailan al mismo compás, con el alma despierta y el corazón dispuesto.
En suma, el primer amor se despliega en múltiples ritmos: la tensión del tango, la nostalgia de la balada, la frescura de la cumbia, la intensidad del rock, la libertad del jazz y el gozo de la salsa. Cada compás deja una huella, una memoria emocional que perdura más allá del tiempo. Porque el primer amor, aunque pase, sigue resonando como una melodía que nunca termina.
Dorys Rueda, Reflexiones, 2025.