A veces, lo que verdaderamente perdura no se mide en años ni en calendarios, sino en la intensidad de ciertos momentos. Instantes fugaces —una mirada que se cruza en un parpadeo, una risa compartida, una caricia inesperada o el peso sereno de un silencio cómplice— que parecen desvanecerse, pero dejan una huella tibia en el alma. Son gestos sin ruido, pero de hondura inmensa; destellos breves que se enlazan con las fibras más sensibles de la memoria.
Lo que parecía disiparse se transforma, sin saberlo, en marca duradera. A menudo, esa huella se instala en lo más hondo, donde lo vivido se mezcla con lo no dicho, lo reprimido o lo olvidado. Y desde ahí, resurge cuando menos se espera, como si el alma lo recordara antes que la conciencia.
Con el tiempo, esos fragmentos no solo persisten: se reconfiguran. Lo que fue chispa se convierte en raíz; lo efímero en símbolo. La memoria, como un artesano silencioso, talla lo fugaz hasta volverlo guía: una referencia íntima que orienta nuestras decisiones y silencios.
Y con los años también cambia la manera de mirar lo efímero. Lo que antes parecía insignificante revela, al cabo del tiempo, su verdadero peso: se vuelve raíz callada de lo que somos. Esos instantes mínimos, casi invisibles, se descubren como claves para comprender cómo amamos, cómo enfrentamos la vida, cómo resistimos y nos transformamos.
Dorys Rueda, Reflexiones, 2025