Hay historias que no nacieron para ser explicadas, sino sentidas. Historias que duermen en la raíz de los pueblos y despiertan cuando alguien, en medio del silencio, las nombra. No vinieron con libros, sino con los fuegos encendidos, con las manos que amasan pan y las voces que murmuran al caer la noche. Las leyendas son eso: un temblor antiguo que se cuela por los sentidos, una presencia que no se ve, pero se percibe. No se imponen: se deslizan como brisa tibia, como sombra familiar. 

Las leyendas se escuchan con el oído del alma. Son susurros antiguos que cruzan generaciones, como canciones que nunca terminan. En ellas se oyen pasos en la noche, risas apagadas, lamentos lejanos y voces que no necesitan cuerpo. Cada palabra dicha en la penumbra tiene un eco profundo que no muere; se transforma. Porque las leyendas no gritan, murmuran. Y en ese murmullo, todo un pueblo se reconoce.

Las leyendas se ven con los ojos del recuerdo. No están en vitrinas ni en libros polvorientos, sino en las sombras proyectadas por la imaginación. Una dama de blanco cruzando un camino olvidado, un hombre sin cabeza recorriendo los pasillos del miedo, una sirena que habita una fuente en silencio. Cada imagen se revela cuando cerramos los ojos. No se ven con la mirada, sino con la memoria colectiva que aún brilla.

Las leyendas no se tocan, pero estremecen. Se sienten como un soplo helado en la nuca cuando alguien susurra una historia prohibida, como la piel que se eriza al oír un antiguo pacto con el diablo. Tienen textura: la de la tierra mojada donde aún caminan los duendes, la de la piedra alisada por generaciones que temblaron ante el mismo temor. Son un roce invisible, una caricia del tiempo que nos enlaza con lo sagrado y lo desconocido, y nos recuerda que habitamos un universo tejido de voces que vienen de muy lejos, más allá de nosotros mismos.

Las leyendas se huelen en los rincones, como un susurro atrapado en el aire. Viven en el aroma del fogón donde las abuelas contaban historias entre sorbos de sopa y pan recién horneado. Habitan el olor del campo, allí donde lo invisible se hacía presente sin previo aviso. Algunos perfumes guardan mitos: el incienso de los rezos que suben como plegarias, la cera derretida de velas encendidas ante lo inexplicable, el humo leve de una promesa que no se cumplió. La leyenda huele a pasado que respira, a tiempo suspendido entre la memoria y el asombro.

Las leyendas se saborean en el silencio, en ese instante preciso en que la voz calla y el alma escucha. Tienen el gusto de lo no dicho, de lo que se queda suspendido entre los dientes del recuerdo. A veces son dulces como la nostalgia que vuelve sin avisar; otras, amargas como la advertencia que nadie se atreve a ignorar. Se degustan despacio, como un pan de fiesta que se reparte entre muchos, pero deja en cada boca un sabor distinto, íntimo, inolvidable.

En suma, las leyendas no necesitan ser creídas, solo compartidas. Son el aliento antiguo de un pueblo que se resiste al olvido, hechas de tiempo y misterio, de ceniza y luna, de voces que partieron pero siguen resonando. Quien las recibe no hereda solo un relato, sino una forma distinta de mirar el mundo. Porque donde la razón guarda silencio, la leyenda murmura. Y mientras haya quien escuche con el alma y mire con el corazón, las leyendas seguirán vivas, encendidas en la piel de los sentidos, cruzando generaciones como un fuego sagrado que jamás se extingue.

 

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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