Dorys Rueda
Quito, julio, 2024

 

  

Hace no tanto tiempo, el amor tenía un ritmo pausado, casi ritual. Para conquistar a una mujer, los jóvenes se armaban de valor, guitarra en mano, y ofrecían serenatas bajo la ventana en noches despejadas. Sin mensajes instantáneos ni aplicaciones de citas, el hombre entonaba canciones prometiendo el cielo, la luna y las estrellas, con la esperanza de que su melodía tocara el alma de su amada. Desde dentro de la casa, la chica escuchaba en silencio, indecisa entre abrir la ventana como señal de interés o esconderse en la sombra, evitando la respuesta.

A veces, aquella ventana entreabierta era el inicio de un romance; otras, el único sonido que rompía la noche era el agua que un padre protector lanzaba desde el balcón, ahogando la serenata. Eran apuestas arriesgadas, pero también una promesa de que el amor valía la pena, aunque no siempre llegara a buen fin.

Las fiestas, por otro lado, eran terreno fértil para los enamoramientos. En vivo y en directo, los jóvenes se acercaban con nerviosismo, pidiendo un baile con una sonrisa cargada de esperanza. El baile era el lenguaje de la conexión: una mezcla de timidez y osadía, donde cada paso podía acercarles o alejarles. Si la chica aceptaba, el joven aprovechaba cada segundo para impresionar, soñando con terminar la noche caminando a su lado, tal vez con una conversación profunda o un beso robado. Todo dependía de la química en persona, de esas miradas sinceras que decían más que las palabras y de la valentía de hablar cara a cara.

Hoy, ese mundo de serenatas y bailes ha sido reemplazado por la inmediatez de la tecnología. Los mensajes que antes viajaban en cartas durante días o semanas llegan ahora en segundos. El amor moderno ya no comienza con una guitarra bajo la luna ni con papeles llenos de tinta; puede iniciarse con un desliz de dedo en una aplicación o con un “me gusta” inesperado. Las serenatas se transformaron en listas de reproducción de Spotify y las largas caminatas después de una fiesta dieron paso a conversaciones digitales llenas de memes y gifs. La fiesta sigue existiendo, pero más como escenario para crear contenido que como espacio para forjar una conexión real.

En este contexto, las relaciones se inician y, a veces, terminan con la misma rapidez. Un “dejar de seguir” o un bloqueo repentino equivalen a la ventana cerrada tras una serenata fallida. El amor sigue existiendo, pero ahora se mueve a la velocidad de la conexión, donde una mirada cargada de promesas ha sido reemplazada por una notificación que parpadea y desaparece.

Cuando llegaba la ruptura en el pasado, el proceso era claro y tangible: lágrimas, cartas escritas con manos temblorosas, despedidas en persona que brindaban un cierre emocional. Hoy, en cambio, basta un clic. Un bloqueo digital puede clausurar una historia sin confrontación ni reflexión, dejando una sensación de incompletitud. Ya no quedan cartas que releer ni recuerdos físicos guardados en una caja, sino apenas un historial de chats que se hunde en la pantalla y un feed vacío donde antes había momentos compartidos. Lo que antes era vibrante en lo digital, ahora se desvanece en silencio con un simple gesto.

También ha cambiado la manera de sostener las relaciones. Antes, las cartas eran el puente principal y la espera les confería un valor especial. Hoy, la tecnología ofrece una conexión continua sin importar la distancia, pero esa disponibilidad permanente trae nuevos desafíos. La expectativa de estar siempre presentes puede generar tensiones y dejar poco espacio para la reflexión personal o el crecimiento individual. En ocasiones, la pareja se sostiene tanto en la conexión ininterrumpida que apenas queda lugar para la autonomía de cada uno.

La intimidad emocional también se ha visto transformada. Lo que antes se compartía en la privacidad de una conversación cara a cara, ahora viaja en fotos, mensajes y videollamadas. Esta hiperconectividad abre posibilidades, pero también alimenta nuevas inseguridades. La vida expuesta en redes sociales puede convertirse en terreno fértil para la desconfianza: un comentario, un “like” o un nuevo seguidor pueden detonar conflictos. Lo que era privado ahora se muestra al escrutinio público y la confianza debe ser más sólida que nunca para resistir las tentaciones y distracciones del mundo online.

En definitiva, la tecnología ha transformado profundamente la forma en que vivimos el amor, desde el inicio hasta el final de una relación. Sin embargo, la esencia permanece intacta: seguimos buscando comprensión, cercanía y afecto genuino. Los gestos románticos han evolucionado, pasando de las serenatas bajo la luna a los mensajes instantáneos y las listas de reproducción compartidas. El reto, entonces, sigue siendo el mismo: construir vínculos auténticos y duraderos en un mundo que se mueve al ritmo de una notificación.

Porque más allá de la velocidad digital, el amor verdadero sigue exigiendo lo de siempre: dedicación, paciencia y esfuerzo, incluso detrás de las pantallas que nos conectan.

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025.

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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