
Al principio faltaban cosas pequeñas.
Un clip.
Una pluma.
Un anillo.
Nada inquietante.
Nada imposible.
Hasta que un día,
al entrar,
lo sintió.
La habitación no estaba vacía.
No era un ruido.
Era algo mirándola
desde donde no había ojos.
Después, sin aviso,
empezó lo que no tenía nombre.
Cada vez que abría la puerta
faltaban cosas que no se tocan:
un nombre,
un sueño,
un recuerdo que creía intacto.
Cada vez que entraba
algo era distinto.
Un leve desplazamiento del aire,
una ausencia nueva,
un acomodo silencioso
que no recordaba así.
Nada agresivo.
Nada violento.
Solo esa sensación tenue
de que el cuarto variaba
apenas ella cruzaba el umbral.
Una mañana,
vio una fotografía con un hueco:
alguien había sido
borrado con una precisión rara.
Un frío sin origen
le caminó por la espalda,
un filo de hielo
que no buscaba herirla,
solo enmendar lo que no encajaba.
Y esa noche,
al intentar recordar
la risa de su madre,
descubrió que tampoco estaba.
Retrocedió sin mirar atrás.
Torpe.
Rápida.
Aterrada
por lo que empezaba a intuir.
Y al cerrar la puerta,
algo se le reveló sin palabras:
No era la habitación.
Era ella
la que empezaba a vaciarse,
deshaciéndose
pedazo a pedazo,
como si el lugar buscara
borrar el contorno
que nunca le perteneció.
cuando sintió que otra parte cedía,
Algo en la habitación
buscaba recuperar su forma,
como el agua que vuelve
al sitio que una mano interrumpe.
En ese silencio inclinado
lo entendió sin entender:
Ella no era la mirada perseguida,
sino la huella indebida,
la presencia que no encajaba
en un mundo hecho de otra materia.
Y lo que es ajeno,
la noche lo borra.
Dorys Rueda, Cuentos en voz baja, 2026
