
Después de que el lobo terminara sus terapias conmigo, mi consulta se llenó.
El lobo se volvió mi mejor publicidad: escribió un libro, dio charlas TED y fundó un centro de rehabilitación para villanos arrepentidos.
Desde entonces, recibo criaturas de todo tipo: brujas con culpa postpócima, ogros en crisis de autoestima, hadas agotadas de conceder deseos imposibles y príncipes con síndrome de protagonismo crónico.
Al principio era gratificante.
Cada sesión me hacía creer que el bosque podía sanar, que no todo final debía llevar moraleja.
Pero después llegaron los lunes infinitos, los martes con aroma a trauma y los miércoles donde hasta los unicornios lloran.
No existe diplomado capaz de preparar a nadie para tanto llanto narrativo.
Así que decidí tomarme unos días.
Cerré el consultorio y colgué un cartel:
“Atención suspendida por exceso de drama”.
Mi destino era obvio: la casa de la abuela.
Cuando llegué, me preguntó:
—¿Tú quién eres, niña del gorro rojo?
—Soy tu nieta, abuela —respondió Caperuza, intentando sonreír.
—Ah, pensé que eras la del noticiero mágico —dijo la abuela—, esa que siempre anda contando tragedias de princesas.
Caperuza sonrió. Era mejor no corregirla.
Se dio cuenta de que la abuela estaba perdiendo la memoria.
Así que la llevó al médico del reino —un gnomo jubilado con diploma en geriatría fantástica—, pero el diagnóstico fue claro:
“Pérdida progresiva de memoria de cuento”.
Desde entonces, cada tarde Caperuza la visita con un termo de manzanilla y un ejemplar del viejo relato.
Lo leen juntas, aunque la abuela ya no teme al lobo: ahora lo invita a cenar y le guarda galletas en el congelador.
—Siempre me cayó bien ese muchacho peludo —dice—, solo estaba mal alimentado.
Caperuza suspira. A veces la corrige; otras, prefiere dejar que el olvido invente.
Una vez, la abuela confundió al cazador con un instructor de zumba.
Otra, aseguró que el bosque era un centro de retiro espiritual donde los árboles cobraban por sesión y ofrecían descuentos a los que meditaban en silencio.
En una de esas tardes, la abuela preguntó:
—¿Y tú por qué siempre usas esa capa con gorro rojo?
—Porque me recuerda quién soy —respondió Caperuza.
—¿Una terapeuta o una señal de tránsito? —preguntó la abuela—. Con esa capa, hasta el lobo frena por precaución.
Caperuza rió, le besó la frente y pensó que, en el fondo, tenía razón:
hay colores que no se visten, se habitan.
—Bueno —añadió la abuela, sirviéndose más té—, mientras no te dé por usar capa amarilla… ya tenemos una Ricitos en el barrio y es insoportable.
—Y si te cruzas con el lobo —continuó—, dile que venga por las galletas, pero que esta vez traiga conversación, no colmillos.
Caperuza sonrió y acomodó la capa sobre sus hombros.
La luz de la tarde entraba por la ventana como una página que se resistía a cerrarse.
En el reloj del muro, las horas parecían dormidas y el silencio tenía sabor a té y memoria.
Pensó que, tal vez, esa era la verdadera terapia: seguir encontrando ternura en los gestos de quien empieza a olvidar los nombres, pero nunca el amor.

Libro inédito, 2026
