Hace siglos, un gigante bajó desde Colombia, cruzó la frontera y llegó a Imbabura haciendo temblar el suelo a cada paso. Los habitantes salían corriendo con solo oír el retumbar de sus pisadas, que hacían vibrar las ventanas y callar a los gallos. Su fama lo precedía: por donde pasaba dejaba sustos, huellas profundas y, de vez en cuando, algún techo aplastado por accidente. Cansado de andar solo, decidió buscar algo que lo distrajera, así que se puso a recorrer las lagunas de la región, convencido de que alguna le llegaría al menos a las rodillas. Probó con Mojanda, Cuicocha, Yahuarcocha... y nada. Pero cuando metió un pie en la laguna de San Pablo, el agua le llegó al pecho. Del susto, se aferró al monte Imbabura como quien se agarra de la vida y, al hacerlo, rasgó la tierra con sus uñas gigantescas. Dicen que así nacieron las quebradas y esa ventanita en el cerro.
Desde entonces, dejó atrás las aventuras acuáticas y cambió los chapuzones por excursiones. Con el paso del tiempo y ya adaptado a los tiempos modernos, decidió aprovechar su tamaño descomunal y convertirse en guía turístico. Abrió su propio emprendimiento con el eslogan: “Turismo con el gigante, 5 pasos, 3 provincias” y no tardó en volverse la sensación de la región. Su catálogo de servicios era tan original como su estatura, con experiencias únicas que ningún mortal de tamaño estándar podía ofrecer.
La caminata panorámica era la joya del catálogo, el plato fuerte del tour y la experiencia más codiciada por aventureros, románticos y fanáticos de las alturas. Para llegar a los hombros del gigante, los turistas debían subir por una escalera colosal, tejida por él mismo con cuerdas de cabuya gruesa y troncos pulidos que había recolectado con mimo en los bosques andinos. Al pie de la estructura, un cartel pintado a mano advertía: “Suba sin apuro, respire hondo y no mire abajo si sufre de vértigo”.
Una vez en lo alto, el mundo se desplegaba como un tapiz majestuoso: volcanes imponentes, lagunas resplandecientes y pueblos diminutos que parecían pesebres andinos armados con esmero. Las cumbres nevadas del Cayambe, el Antisana y el Chimborazo saludaban desde la distancia con su elegancia helada, mientras las lagunas de Mojanda, San Pablo, Cuicocha y Yahuarcocha brillaban abajo como espejos celestes que los dioses hubieran dejado caer por descuido. Contemplar todo eso desde semejante altura era un privilegio que cortaba la respiración, aunque muchos decían que lo más inolvidable no era la vista, sino la descarga de adrenalina que recorría el cuerpo al estar tan cerca de las nubes, como si, con un estirón de brazo, se pudiera atrapar una.
Pero la gran mayoría apenas miraba el paisaje. Estaban demasiado ocupados tomándose selfis con el rostro del gigante como fondo exclusivo. Algunos se acomodaban en la curva de su nariz, otros se colgaban de su oreja como si fuera una hamaca serrana con vista premium y no faltaban los que trepaban hasta su ceja izquierda, famosa por ser la más fotogénica según expertos en redes. Con cariño y, según el grado de confianza o creatividad del momento, lo llamaban “Don Giga”, “Tío Altote”, “Mi Coloso” o simplemente “Mi Guille”. Había quienes ensayaban bailes virales para grabar desde su frente y él, paciente, sonreía sin mover un solo músculo, como si supiera que su trabajo era ser parte del paisaje. Allá arriba, entre viento, risas y vértigo, lo importante no era salir perfecto en la foto, sino tener una historia que nadie más pudiera contar.
Las fotos se regaban por todos lados: aparecían en redes sociales, en grupos familiares, en estados de WhatsApp y hasta impresas en tazas de desayuno, fundas de almohada y camisetas con frases como “Con altura y ternura”, “Mi bro gigante” o “Yo estuve en la frente de Don Giga y viví para contarlo”. Algunas abuelitas las mandaban enmarcar como si fueran retratos oficiales, mientras otros las usaban de fondo de pantalla, portada de cuaderno o tarjeta navideña personalizada. Y aunque el gigante a veces pestañeaba tan fuerte que las selfis salían movidas o borrosas, nadie se quejaba. Al contrario, presumían con orgullo: “¡Esta la tomé justo cuando me guiñó el ojo!”. Porque posar con Don Giga no era solo tomarse una foto, era vivir una anécdota que se contaba una y otra vez en reuniones familiares, entre risas, empanadas de viento y albazos improvisados.
Las agencias de viaje lo adoraban, los turistas lo recomendaban como una experiencia imperdible y los niños lo veían como un superhéroe andino salido de una fábula, con poncho, sandalias y un corazón del tamaño del Chimborazo. Pero el cariño iba mucho más allá. Los habitantes lo saludaban con total confianza, le lanzaban flores, colaciones, guaguas de pan o simplemente le gritaban desde los balcones: “¡Don Giga, no se olvide del bloqueador para esa calva reluciente!”. Él, que en sus primeros días hacía temblar los cerros con cada pisada y espantaba a las vacas con solo pasar, había cambiado. Ahora caminaba con extremo cuidado, levantando los pies con precisión de cirujano y en puntillas, para no aplastar sembríos, gallinas sueltas, perros dormilones, bicicletas olvidadas, autos estacionados, buses mal parqueados, carretillas de mote, canastos de frutas y, por supuesto, a ningún ser humano, por más chiquito, despistado o apurado que estuviera.
Cuando pasaba junto a una banda de pueblo, se detenía con respeto, sonreía de oreja a oreja y aplaudía con delicadeza usando solo el pulgar y el índice, para no provocar un vendaval que se llevara la fiesta. Todo era armonía, hasta que un día estornudó sin querer. La ráfaga fue tan potente que los sombreros salieron volando hasta Ibarra, los toldos del mercado giraron como hélices sin control y una señora que vendía mote en el parque Bolívar apareció en Cotacachi, con el pelo parado, la canasta vacía y sin la menor idea de cómo había llegado allá. Desde entonces, Don Giga no se separa de su enorme pañuelo bordado por las artesanas de Zuleta y vigila su nariz como si se tratara de un volcán a punto de hacer erupción.
Su fama creció tanto que llegó hasta Japón, donde le enviaron un celular hecho a su medida: pantalla del tamaño de una cancha de fútbol, altavoz con eco de montaña y cámara con estabilizador de terremotos. El paquete venía con una tarjeta que decía: “Para que sus selfis no salgan movidas. Saludos desde Tokio”. Desde entonces, además de guía turístico, Don Giga se convirtió en celebridad continental. Lo siguen desde Alaska hasta Nueva Zelanda, lo invitan a congresos de turismo y lo etiquetan en fotos con hashtags como #GiganteEcuatoriano, #SelfiConAltura y #GiganteFriendly.
Eso sí, la fama nunca se le ha subido a la cabeza. Don Giga sigue saludando a los niños con una sonrisa del tamaño de una plaza, ayudando a cruzar a las abuelitas con la delicadeza de un colibrí y prestando su mano como antena viviente a quienes se quedan sin señal. Si una cometa se enreda en un árbol, él la libera con cuidado y se la devuelve al niño como si fuera un tesoro rescatado del cielo. Y aunque todavía se le enredan los cables del cargador gigante y a veces confunde un TikTok con un tostador, todos lo quieren. Porque Don Giga no es solo un guía turístico, es una leyenda con pies inmensos y alma generosa, un vecino alto, amable y un poquito despistado, que camina con pasos lentos pero seguros y con un corazón tan grande como su sombra cuando el sol comienza a inclinarse sobre la región.