Después de veinte años, volvió a la casa donde había transcurrido toda su infancia. Se detuvo frente a ella, extasiada, contemplándola con los ojos llenos de pasado. Sus padres habían muerto hacía poco y sus hermanos, que ahora vivían en el extranjero, no pudieron regresar. A ella le tocaba enfrentar sola lo que quedaba.
La recordaba diferente, con pequeños jardines en flor, una verja baja de hierro y un amplio patio donde reían, corrían, vivían juntos.
Ahora, la casa le parecía extraña, casi irreconocible. Había algo en su presencia que la inquietaba, como si estuviera viva y molesta por su regreso. Cada vez que la miraba con atención, la casa mutaba, como si quisiera engañar a sus ojos. Cuando desviaba la mirada, se vestía de modernidad, con líneas rectas y ventanas limpias. Pero al mirarla de frente, se arrugaba como un rostro viejo, de madera gastada y tejas vencidas. Era como si jugara con su memoria o intentara borrarla.
Se armó de valor, apretó la vieja llave entre los dedos, la misma que había guardado por años como un amuleto y subió los tres escalones que llevaban a la puerta principal. El corazón le latía con fuerza. Alzó la mano, encajó la llave en la cerradura y entonces, algo insólito ocurrió.
La cerradura gimió, como si se resistiera al contacto. La madera crujió con un quejido profundo, casi humano, y la puerta se encogió levemente, ajustándose a sí misma como si se replegara hacia adentro. El pestillo no giró. La puerta no cedió. No la dejó pasar.
Extendió la mano para tocar la madera, pero la superficie estaba helada, como si la fiebre se le hubiera congelado por dentro. Un temblor leve recorrió sus dedos. No era solo resistencia, era una defensa. Como si la casa, herida en lo más profundo, hubiera creado una coraza para protegerse.
Y entonces lo comprendió. La casa no la rechazaba por olvido, sino por algo más hondo. La reconocía y temblaba, como si su presencia despertara algo enterrado, algo que prefería seguir dormido. Aquella casa guardaba memoria, y al parecer, no todas eran felices. Ahora le tocaba desenterrar la verdad, si es que la casa, o aquello que aún la habitaba, se lo permitía.
Dorys Rueda, Cuentos de sueños y sombras, 2025.