Por Edgar Allan García
No les voy a mentir, chicos, la mano era negra, lo que pasa es que era bastante peluda, tan peluda que mirándola de lejos parecía una tarántula. ¿Han visto una tarántula? Bueno, si la ven, no se acerquen porque podría picarles e incluso darles la mano, en cuyo caso no sería una araña, sino una mano peluda como la de esta leyenda.
Pues bien, la mano peluda que un buen día apareció en Quito era tan especial que no tenía brazo que la sostuviera, ni por supuesto codo, axila, hombro o persona alguna detrás. Era entonces una mano sola, condenada a vivir así toda la vida porque ¿dónde, díganme ustedes, iba a encontrar otra mano peluda -aunque fuera de la lámpara- caminando por las calles? Imagínense nada más qué drama: nunca, la pobre, podría estar "mano a mano" con otra, ni mucho menos ponerse a jugar en una esquina del barrio a los "manitos calientes", o -cuando le entraba la travesura- traerse algo " entre manos "con una mano compañera de escuela. Lo único bueno de esta mano peluda era que no podría borrar con el codo lo que ella misma había hecho,
Pues bien, esa mano peluda era muy inquieta, en especial a partir de las ocho de la noche, cuando todo el mundo estaba durmiendo (porque hay que recordar que era el año 1792, segundos más, segundos menos). Entonces, salía a deambular por los corredores de la iglesia de San Francisco, que era uno de sus sitios preferidos. Subía, saltaba, giraba, hizo equilibrio sobre un solo dedo en el altar mayor, se caía (a veces la pobre se rompía una uña), volvía a levantarse, corría hacia el atrio, y cuando tenía que acercarse al único lego del lugar, un joven llamado Leandro, que estaba aquí porque quería pagar con rezos y sacrificios el hecho de haber tenido una muerte accidental, una muerte producto de los celos que, por si no lo sabes,
La mano entonces se escondía cerca de una catacumba que tenía una enorme puerta de piedra labrada en la que todavía se puede ver, entre otras cosas, dos manos cruzadas en alto relieve. Tan pronto Leandro pasaba por ahí, alumbrado apenas por una enorme vela de cebo, la mano peluda salía de su escondite y saltaba para llamar su atención. Al principio Leandro no podría creer lo que había visto en el piso. ¿Era una araña acaso? ¿Se podría tal vez de la sombra que proyectaba la vela? Con el tiempo, Leandro se dio cuenta de lo que sucedió y comenzó a sentir miedo de esta mano peluda, muy coqueta, llamóloga con el dedo índice.
Una mañana no aguantó más y confesó al padre provincial lo que estaba ocurriendo en las noches. -Es una mano peluda de este tamaño, como una mano de gorila, padre, ayúdeme porque ya no puedo más, -le dijo temblando. El padre dejó de ver con las enormes cejas fruncidas: -Mmmm, ¿no habrás estado bebiendo? -No padre. -Más te vale, ya ves lo que pasó al padre Almeida por andar por ahí farreando. -No padre, le juro que no, padre. -Bueno, -le dijo finalmente la refriega provincial Eugenio Díaz- esta noche sabremos la verdad.
En efecto, esa noche el padre fue con Leandro hasta la cripta, pero al principio no vio ninguna mano: esta andaba muy tranquila jugando a la resbaladera dentro de uno de los tubos del enorme órgano de la entrada. De pronto se escuchó un ¡plafff! Sí, es lo que imaginan: la mano peluda se había caído desde el balcón y rengueaba por entre las bancas sin poder gritar “ayayay” por falta de boca. -Ahí viene, -dijo Leandro, temblando. -Shhhh, -dijo el padre, que quería sorprenderla con la mano en la masa. Pocos segundos después, llegó como llega una tarántula herida, arrastrando una pata, qué digo, un dedo, el dedo gordo para ser exactos. Cuál no sería el susto del padre provincial que de inmediato salió corriendo hacia los dormitorios, gritando santas palabras en latín y malas palabras en español.
A partir de esa noche, la mano peluda, a la que todos empezaron a llamar “la mano negra”, se hizo famosa; si un niño no quería tomar la deliciosa sopa de nabos, de col hervida o de acelga agria que le servía su mamá, esta de inmediato decía que ese mismo rato iba a llamar a la mano negra y, en un santiamén el pobre niño se la tomaba, con ajos y todo, aunque estuviera fría. O si alguien creía que en algún negocio había algo engañoso, algo que olía mal, o algo digno -por ejemplo- de un politiquero, en seguida decía: “a mí me parece que aquí hay mano negra”.
Mientras tanto, Leandro lucía un par de ojeras grises cada vez más grandes y, con un leve temblor en los cachetes flacos, le juraba a todo el que se encontraba en su camino que una de esas noches se iba a volver loco porque a “la mano peluda”, decía, se le había” ido la mano” con él. Tanto se quejó y tanta pena daba que una noche bajó el padre provincial rodeado de más de veinte frailes y, lentamente, llegó hasta la puerta que desemboca en la cripta. La mano estaba ahí, como esperándolos, moviéndose coqueta de un lado para otro y haciéndoles señas con el dedo índice para que entraran. Todos parecían espantados, nunca se supo si porque a la mano no le habían cortado las unas llenas de tierra desde hacía años o porque la muy traviesa tenía en verdad una apariencia terrorífica.
Por fin, ese mismo instante, el padre provincial decidió que ya que Leandro era casi un amigo de la mano peluda, mejor conocida como “la mano negra”, tenía su bendición para entrar a la cripta y así él mismo viera lo que la mano quería enseñarle en su interior. El padre provincial, agregó que él mismo, junto a los demás monjes lo esperarían hasta que él saliera, no importaba cuánto se demorara. Le ordenaba, además, que estuviera atento a todo lo que viera y escuchara, para que al salir les contara con lujo de detalles su aventura. En otras palabras, como ya se habrán dado cuenta, al pobre Leandro no le quedó otra opción que entrar a la cripta detrás de la mano negra que parecía muy feliz con lo que estaba pasando.
Los frailes y el padre provincial empezaron de inmediato a echar “agua bendita”, a quemar incienso y a rezar el Rosario con roncos murmullos. Al principio rezaron de pie, luego apoyados contra las paredes heladas y más tarde sentados en las bancas crujientes que estaban frente al altar. Para no alargarles la historia, “nunca jamás”, o como decía mi abuela, “jamás de los jamases” volvió a salir Leandro de la cripta. Sí, como lo oyen: se lo tragó la oscuridad de la noche, se lo llevó el oscuro aire de la madrugada, se hizo uno con el silencio en la luz lechosa del amanecer.
Es sabido que los frailes se quedaron dormidos en las bancas de la iglesia, pero es también sabido que durante años contarían una historia muy diferente, aumentando por aquí y quitando por allá, como corresponde a toda historia, hasta convertirse -cada uno de ellos- en el único valiente de esa misteriosa noche.
Como siempre sucedía, algunos aseguraron que “la mano negra” era en realidad la mano del diablo. Otros más chistosos opinaron que debía haber sido más bien la mano de una diabla, por el detalle de las uñas largas. Los de la esquina contaron por su parte que apenas entró Leandro a la cripta, se abrió un foso como la boca de un monstruo y, de un tirón, “la mano negra” se lo llevó directo a “los infiernos” (el infierno es uno solo, me explicó una vez un niño, pero al parecer tiene sucursales, de ahí eso de “los infiernos”). Los malpensados -que casi siempre aciertan- dijeron en cambio que Leandro había inventado la historia de “la mano negra” para, esa misma noche, mientras los otros frailes dormían en las bancas de la iglesia, poder escaparse a Quiensabedonde y que, una vez allá, decidió quedarse “para siempre jamás”.
De todas maneras, cualquiera sea la verdad de los hechos, yo les sugiero que vayan a visitar la cripta que está a la derecha de la iglesia de San Francisco, en el fondo, a la entrada de la capilla: si la miran bien, se darán cuenta de que es una verdadera obra de arte labrada en una piedra enorme y que, a pesar de su tamaño, se abre con una facilidad asombrosa. Les cuento que ahí reposan los huesos de los Villacís, una familia que tuvo mucho poder durante la Colonia, y que tal vez creyó, como creían en esa época, que podía comprar el cielo adquiriendo, para siempre una cripta familiar en plena iglesia.
Eso sí, déjenme anuncia que acaso ven una tarántula caminando debajo de las bancas, al lado de la cripta, por favor no la toquen, no la levanten, pero sobre todo no la sigan, hagan como si no hubieran visto y continúen paseando por ese maravilloso y deslumbrante templo que siempre ha sido San Francisco. ¿Trato hecho?
Leyendas del Ecuador , Alfaguara, 2000
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