El Huiña Güilli de Tungurahua
Por: Edgar Allan García
La noche estaba oscura. Más oscura de lo que puedes imaginar. Te aseguro que si hubieras querido ver su propia mano, no habrías podido; lo único que habías visto era una mancha oscura frente a tu nariz, pero nada más. Y es que arriba no había ni una estrella, ni un cachito de luna, nada de nada para alumbrar el camino.
A José se le había hecho tarde por quedarse a jugar cartas en el pueblo, o más bien por sentarse a hacer trampas con las cartas. Ahora, con los bolsillos llenos de dinero, quería a su casa en la montaña volver y se encontró con que no podría, pero como la gente del lugar no lo quería ver más, se organizó para llenar un botellón de vidrio con algunas luciérnagas y, listo, de inmediato el frasco se convirtió en una linterna. Se la dieron a José y le dijeron que ya no tenía ningún pretexto para quedarse ahí insultando a todo el que se cruzaba en su camino y que se fuera de ese mismo instante.
José tomó el botellón sin agradecer a nadie y comenzó a caminar entre la neblina de los páramos de Quisapincha, abriendo bien los ojos para no caer en la terrible quebrada de las Lajas. De pronto, un llanto. Sí, un llanto de bebé retumbando en medio de la terrible oscuridad. Allí, abajo, en la quebrada, lloraba desesperado un niño, tal vez abandonado, tal vez herido.
Aunque a José, por lo general, no le importaba ayudar a nadie, esta vez ni siquiera lo que importa dos veces y se quebrada abajo en busca del "guagua". En la bajada se le rompió el botellón contra una piedra y las luciérnagas escaparon como estrellas fugaces, pero el llanto del niño era tan fuerte que en pocos minutos José pudo encontrar en medio de la espesa niebla.
Lo grueso con mucho cuidado, lo acunó en su pecho y lo arropó con su grueso poncho. De inmediato el "guagua" dejó de llorar. Sonrió, pero su sonrisa se vio apenas como una mancha gris: así de cerrada estaba la noche. A tientas quiso salir de la quebrada, pero el "guagua" comenzó a quemar el pecho. Sí, era como tener una plancha llena de carbones encendidos bajo el poncho. Tanto quemaba el niño que no pudo resistir más y trató de alejarlo, de dejarlo en el suelo, pero en ese mismo momento, el "guagua" le clavó una especie de garra en el pecho. José creyó que iba a desmayar cuando el "guagua" vio como una persona adulta, con una voz ronca y gangosa: "Dientes tengo", dijo. José no podría creer lo que estaba pasando. "Dientes tengo", repitió aún más fuerte.
Trató de lanzarlo a la quebrada, pero no pudo. “Dientes tengo y te voy a matar”, dijo con voz ronca otra vez la criatura infernal. “Pero… por qué”, balbuceó muerto de miedo José. “Porque eres una peste con las personas del pueblo, porque nunca las ayudas cuando te lo piden, porque eres egoísta, avaro y tonto”, dijo con voz de trueno la criatura. José no pudo más, sintió que las piernas se le doblaban, que la cabeza le daba vueltas y finalmente se desmayó.
Al otro día se levantó cuando el sol ya estaba alto. Le dolía todo el cuerpo entumecido. ¿Había soñado?, ¿qué había pasado en realidad?, se preguntó mientras se levantaba. “No”, dijo por fin, “solo fue un sueño, una pesadilla, nada más que eso”, pero cuando empezó a caminar oyó otra vez muy cerca el llanto de un “guagua “. José entonces corrió, corrió y corrió desesperado, sin mirar atrás, y mientras corría y tropezaba y se levantaba, iba prometiendo en voz alta: “desde ahora voy a ayudar a todos los que me lo pidan, voy a ser generoso, voy a decir siempre la verdad, no voy a pelear con nadie… lo juro, lo juro, lo juro…”
Me contaron desde entonces, José cambió mucho. Y que incluso tenía un hijo que creció con el buen ejemplo de su padre y fue, incluso, mejor que él en bondad y paciencia, y no por miedo al Huiña Güilli, sino porque creía que solo la generosidad logrará salvar a este mundo.
Leyendas del Ecuador , Santillana, 2011.