Un hombre forjado en la palabra, el amor a su tierra y la fuerza de la acción
Don Ángel Rueda Encalada nació en Otavalo el 24 de octubre de 1923, como quien no llega al mundo, sino que brota de la tierra que lo espera. Hijo de don Miguel Rueda y doña Rosario Encalada, desde muy niño mostró un espíritu inquieto, más hecho de preguntas que de certezas, y un amor profundo por la vida sencilla, digna y honesta.
Se casó con doña María Angelita Rodríguez Hidalgo, su compañera de toda la vida. Con ella formó una familia que creció entre historias, trabajo y afectos: Gladys (+), Miguel Ángel, Soraya y Dorys. En ese hogar aprendió a amar con entrega, a educar con justicia y a cultivar valores como quien riega una planta que aún no da fruto, pero en la que confía plenamente.
Su educación nació entre carencias, pero también entre corajes tempranos. A los cinco años, con los pies descalzos y el corazón decidido, caminó solo hasta la escuela 10 de Agosto. Con lágrimas en los ojos, buscó a un maestro y le pidió que hablara con su padre, para que le permitiera estudiar. Así, más por terquedad luminosa que por circunstancias favorables, dio sus primeros pasos en la educación formal. Por la situación económica de sus padres, no pudo terminar la primaria, pero eso nunca detuvo su sed de saber ni su empeño por aprender con hambre propia.
Fue un lector incansable y un observador silencioso del alma humana. Leía dos o tres libros por semana y cada página era para él una ventana abierta al mundo, un espejo para pensarse y una herramienta para crecer. Asistía, siempre que podía, a coloquios, seminarios y conferencias, no por protocolo, sino por una genuina necesidad de saber. Su formación fue autodidacta, pero su inteligencia era profunda y despierta, cultivada con rigor, curiosidad y una humildad que jamás presumió de saber.
A los trece años ya trabajaba en turnos rotativos en la Fábrica Textil La Joya. Entre telares y jornadas largas, comenzó una trayectoria gremial que lo llevaría lejos, aunque siempre con los pies bien puestos sobre la tierra. Antes de cumplir los treinta, ya era Secretario del Sindicato y del Comité de Empresa. Más tarde, asumiría la presidencia de la Federación Nacional de Trabajadores del Ecuador y lideraría el VIII Congreso de Trabajadores Textiles del país.
Nunca le gustaron los discursos altisonantes, pero tenía claro que todo trabajo bien hecho ennoblece y que la solidaridad no necesita escenarios. Por eso ayudó en silencio, como benefactor anónimo de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí, colaborando durante años con los desayunos escolares y con la mejora de su infraestructura. No esperaba agradecimientos, porque sabía que cuando el bien nace del alma, basta con hacerlo.
Fue dirigente barrial, fundador de organizaciones y tejedor incansable de lazos comunitarios. Presidió la Sociedad de Trabajadores México, el Club de Tiro, Caza y Pesca, y fue una de las almas impulsoras de la Cámara de Comercio de Otavalo. Lideró su desarrollo junto a un grupo de comerciantes profundamente comprometidos con el progreso de la ciudad. La institución creció sobre bases de colaboración, esfuerzo compartido y visión clara. Por su entrega constante, discreta y sostenida en el tiempo, fue nombrado Presidente Vitalicio.
Amaba profundamente a Otavalo. No solo sus paisajes, sino también su gente, sus costumbres, sus leyendas, que relataba con precisión para que no se borraran en el tiempo. Tenía un compromiso silencioso pero firme con el desarrollo de su ciudad y lo demostró en cada gesto concreto: impulsó la automatización telefónica, la llegada del Banco de Fomento y del Banco del Pichincha, la construcción del antiguo Mercado 24 de Mayo, la edificación de la sede de la Cámara de Comercio, la restauración del templo El Jordán y la reconstrucción del Hospital San Luis.
Amar a Otavalo, para él, era construirla, protegerla, multiplicarla. Cada institución que ayudó a fundar fue, en realidad, una forma de devolverle a su tierra un poco de lo mucho que ella le dio. No buscaba reconocimiento, sino resultados. No hablaba de liderazgo, pero lo ejercía y lo hacía con una convicción serena: dejar un Otavalo más fuerte, más unido, más digno.
Apasionado del deporte, especialmente del fútbol, vivió su juventud como parte de la selección de Otavalo, defendiendo con entrega los colores de su tierra. También jugó en el Club Punyaro y en el Club Social y Deportivo Peñarol, donde la cancha fue escenario de su alegría, su disciplina y su espíritu de equipo. Ya en su madurez, fue condecorado como el mejor deportista, no solo por sus logros, sino por la nobleza con la que vivía cada juego. Disfrutó del fútbol hasta el final de sus días, viendo incluso el Mundial de 2014 como si aún llevara los botines puestos, con la misma emoción intacta de aquel joven que nunca dejó de jugar en el alma.
RECONOCIMIENTOS Y DISTINCIONES

A lo largo de su vida, don Ángel Rueda Encalada fue reconocido por su incansable labor al servicio de la comunidad otavaleña. Su compromiso con el trabajo, la justicia social y el desarrollo de su ciudad lo hizo merecedor de numerosas distinciones, tanto en el ámbito gremial como en el educativo, cultural, religioso y comercial. Estos reconocimientos no fueron para él motivo de vanagloria, sino una confirmación de que el servicio desinteresado, cuando se realiza con honestidad y entrega, deja huella.
Cargos honoríficos y de liderazgo
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Secretario General del Sindicato y del Comité de Empresa de la Fábrica Textil “La Joya”.
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Presidente de la Federación Nacional de Trabajadores del Ecuador.
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Presidente del VIII Congreso Nacional de Trabajadores Textiles.
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Presidente de Honor y Vitalicio de la Cámara de Comercio de Otavalo.
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Presidente, tesorero y síndico de la Sociedad de Trabajadores “México”.
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Presidente del Club de Tiro, Caza y Pesca de Otavalo.
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Patrocinador especial del Radio Periódico El Observador.
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Miembro de Honor del Comité del Sesquicentenario de Otavalo.
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Presidente de los Comités de Grado y Central de las escuelas Gabriela Mistral y José Martí.
Reconocimientos institucionales
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Medalla Cotama al trabajador con mayor vocación de servicio, otorgada por el Ilustre Municipio de San Luis de Otavalo.
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Medallas de reconocimiento por su aporte en los ámbitos social, religioso y económico, otorgadas por la Cámara de Comercio de Otavalo, el Club México y la Liga Deportiva Cantonal.
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Reconocimiento “Otavalo Manta” por su vida honesta, su ejemplo de superación y su entrega permanente al desarrollo de su pueblo.
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Condecoraciones múltiples de diversas instituciones, en agradecimiento a su valioso aporte al progreso social, religioso y económico de Otavalo.
PRINCIPIOS QUE GUIARON SU CAMINO
Testimonio de don Ángel Rueda Encalada
Dorys Rueda, 2014
Un día, cuando el tiempo ya le caía suave sobre los hombros, le pedí a mi padre que me hablara de algo que siempre consideré esencial: los principios que lo habían sostenido a lo largo de su camino. Me respondió sin rodeos, con la firmeza tranquila de siempre.
Me dijo que sus principios no nacieron de los libros, aunque los amaba y los leía con devoción, sino de la vida misma: del trabajo honrado, de la familia unida y del amor hondo y constante que sentía por su tierra, Otavalo.
“El primer principio que aprendí", me dijo, "fue que la pobreza no es ninguna vergüenza.”
Había nacido en una familia humilde, pero jamás sintió vergüenza por ello. A los cinco años ya soñaba con ir a la escuela, aunque en casa no alcanzaba ni para la comida. Un día, con los pies descalzos y el rostro empapado de lágrimas, caminó solo hasta la escuela 10 de Agosto en busca de un maestro. Cuando por fin lo encontró, le rogó que hablara con su padre y lo convenciera de dejarlo estudiar. Así, a fuerza de voluntad más que de circunstancias, comenzó su camino. “La pobreza", me dijo, "nunca fue una barrera. Fue el impulso que me enseñó a luchar desde temprano, con el corazón firme y la mirada puesta en un futuro que aún no existía, pero que yo ya soñaba construir”.
Luego, sin alterar su tono pausado, dijo: "El segundo principio que ha guiado mi vida es la autoformación, porque es necesaria y conduce al éxito”.
Este principio nació de su sed insaciable de aprender. Aunque no pudo terminar la primaria por falta de recursos, jamás se resignó a la falta de conocimiento. Fue un autodidacta riguroso, de esos que aprenden por necesidad del alma. Leía dos o tres libros por semana, todo lo que encontraba a su paso. Asistía a seminarios, conferencias, coloquios. Donde había una idea, él veía una puerta abierta. Su biblioteca crecía junto a su pensamiento y este se volvía cada vez más claro, más profundo. Por eso, junto a su esposa María Angelita, enseñó a sus hijos a valorar la lectura como una forma de descubrir el mundo, y a mí, en particular, me alentó a escribir para encontrar mi propia voz. Solía decirme que si la lectura abría ventanas al conocimiento, la escritura era lo que me permitiría mantenerlas abiertas, mirar de frente y pensar con claridad.
"El tercer principio que ha guiado mi vida", exclamó con alegría y firmeza, "es que todo trabajo honrado dignifica".
A los trece años ingresó a la Fábrica Textil La Joya. Allí comprendió que ningún oficio es pequeño si se ejerce con honestidad. Cada turno era un peldaño. Antes de los treinta, ya era secretario del sindicato, presidente del Comité de Empresa, de la Federación Nacional de Trabajadores del Ecuador y del Congreso Nacional Textil. Nunca olvidó que el verdadero liderazgo nace del compromiso y que el respeto al obrero se demuestra con hechos, no con discursos.
"El cuarto principio" —me dijo con calma, como quien comparte algo que se lleva muy dentro— "consiste en ayudar sin esperar nada a cambio".
Durante años apoyó de forma anónima a las escuelas Gabriela Mistral y José Martí, colaborando con desayunos, almuerzos y mejoras en la infraestructura. Lo hizo sin cámaras, sin discursos, sin aplausos. Creía profundamente que el bien, cuando nace del alma, no necesita testigos. Sembrar esperanza era para él un deber natural. “Si alguien lo agradece", decía, "bien. Y si no, también está bien”.
"El quinto principio", continuó con convicción tranquila, "es que la perseverancia en el trabajo permite alcanzar los objetivos".
Mi padre atravesó momentos difíciles, decisiones injustas y puertas que se cerraban sin razón, pero nunca se rindió. Fundó instituciones, presidió gremios, avanzó con paso firme incluso cuando el camino se volvía incierto. Para él, lo importante no era solo empezar, sino llegar hasta el final y hacerlo con integridad. “La constancia vale más que el talento", decía, "porque solo quien persiste, cosecha”.
“El sexto principio”, dijo evocando sus años de juventud, “lo aprendí en la cancha: la nobleza del deporte forma el carácter”.
Jugó en la selección de Otavalo, en el Club Punyaro y en Peñarol. Allí entendió que competir también era respetar. Que se puede jugar con pasión y, al mismo tiempo, con dignidad. Recibió reconocimientos, sí, pero lo que más valoraba era haber defendido la camiseta con entrega limpia. Incluso en la vejez seguía los mundiales con emoción juvenil, como si aún pisara la cancha. “El deporte, como la vida, pone a prueba el carácter”, solía decir.

“El octavo principio”, señaló mirando al horizonte, “es una gratitud serena y honda por el simple hecho de estar vivo”.
Nunca se dejó vencer por las circunstancias. En los días difíciles, sostenía la fe. En los días buenos, agradecía en silencio. Ni siquiera la enfermedad logró quebrarlo. La aceptó con serenidad, sabiendo que cada amanecer era un regalo y cada respiro, un privilegio. Oraba al Señor de las Angustias con la certeza de que todo, incluso el dolor, tenía sentido. Para él, vivir era agradecer. Y agradecer era, también, amar profundamente su tierra. Otavalo no era solo su lugar de origen: era su raíz, su espejo, su responsabilidad.
“El noveno principio”, concluyó con convicción, "es el trabajo compartido y en la lealtad silenciosa a las instituciones que ayudan a construir comunidad".
Cuando la Cámara de Comercio de Otavalo daba sus primeros pasos, encontró abrigo en su propio hogar. Desde allí, junto a otros comerciantes otavaleños comprometidos, comenzó a levantar una institución que no solo representara al gremio, sino que lo dignificara. Trabajaron con orden, con transparencia, con respeto absoluto al dinero ajeno. El edificio se construyó ladrillo a ladrillo, pero lo esencial fue invisible: la confianza mutua. No buscó protagonismos y, tal vez por eso, la institución lo nombró Presidente Vitalicio. No por títulos, sino porque hay obras que siguen hablando, incluso cuando quien las impulsó ya no está.
ANÉCDOTAS DE DON ÁNGEL RUEDA ENCALADA
Dorys Rueda, 2014
A mis padres les apasionaba contar historias. Mi padre, con su memoria precisa y su voz firme, relataba leyendas de Otavalo y revivía escenas de su propia vida como si el tiempo no las hubiera rozado. Mi madre, con su ternura serena, completaba los detalles, matizaba los gestos y le daba a cada relato la calidez del hogar. Juntos compartían un amor profundo por la palabra viva, por la literatura nacida de la tierra, por esas leyendas otavaleñas que viajaban de boca en boca, sin perder su alma ni su sentido. Lo hacían con un propósito claro y silencioso: que las historias de su pueblo no se perdieran, que sobrevivieran en la memoria de quienes las escuchaban.
Entre todo lo que me contaron, hay algunas anécdotas de mi padre que quedaron grabadas en mí por la fuerza con la que las vivió, la alegría con que las relataba y esa manera tan suya de entrelazar el lenguaje, la verdad y la imaginación. Hoy las comparto tal como las escuché: con esa mezcla de sencillez, naturalidad y humor que lo acompañaba siempre, como si contar fuera también una forma de abrazar la vida.
DON NIKOLA KRALJEVIC
Don Nikola Kraljevic, socio del Club de Tiro, Caza y Pesca, era originario de Yugoslavia, pero se había radicado en Otavalo y, aunque suene increíble, era más otavaleño que muchos nacidos aquí. Amaba a esta tierra que lo había acogido como a uno de los suyos. Se le notaba entre todos: por su porte, por ese acento extranjero inconfundible, por su simpatía y su liderazgo natural. Era un hombre trabajador, un comerciante próspero, dueño de la Ferretería Bosna, que sigue aún frente al antiguo Mercado 24 de Mayo, en la calle Modesto Jaramillo.
Recuerdo una vez que fuimos con varios socios del Club a pescar a la laguna de San Marcos, en Cayambe. La pesca no duró ni cinco minutos. Apenas amanecía, y Don Nikola, sin querer, cayó a las gélidas aguas del lago. Nos llevamos un gran susto. Nos olvidamos de la pesca y nos concentramos en socorrerlo. Logramos sacarlo del agua y, como pudimos, encendimos una hoguera con lo que había a la mano, para calentarlo. Le había dado soroche y tiritaba como una hoja. Esa pesca quedó en la anécdota.
Otra noche, estábamos en casa con mi familia, en el tercer piso, cuando escuchamos que los socios del Club llegaban antes de tiempo a una de las sesiones, que por entonces se realizaban en el segundo piso de mi casa. No pasó mucho rato cuando oímos un grito desesperado: “¡Ángel, Ángel, ayúdame!”. Por el acento, de inmediato supe que era Don Nikola. Bajé corriendo las gradas y lo que vi fue para morirse de la risa: tenía la camiseta levantada y un catzo (un escarabajo grande, de esos cafés) caminando por su ombligo. Dos socios le sostenían los brazos para que no se lo quitara. ¡Le tenía pavor a esos bichos!
Uno de los que lo sujetaba era el Dr. Manciati, quien, en realidad, se estaba cobrando una broma que Don Nikola le había hecho días antes. Resulta que el Dr. le había encargado su maletín de médico un momento y Don Nikola, aprovechando la ocasión, le vació el contenido —termómetro, bajalenguas, estetoscopio, medicinas— y lo llenó con herramientas de ferretería: destornilladores, alicates, cinta métrica, clavos, tornillos. Cuando el doctor fue a una visita médica urgente y abrió su maletín, ¡casi se infarta!
Y cómo olvidar la vez que fuimos de cacería al sector de Cuicocha, porque corría el rumor de que un puma andaba atacando el ganado por Cotacachi. Al llegar, nos dividimos en grupos pequeños, de dos o tres. Caminamos por horas, sin rastro del animal. Nikola y yo íbamos juntos, avanzando con cautela, atentos, en silencio… cuando, de repente, escuchamos un gruñido a nuestras espaldas. Don Nikola dio tal salto que hasta a mí me asustó. Nos quedamos congelados. Lentamente, volteamos y ahí estaba: el mismísimo puma. Pero no nos atacó. Bebió agua, nos miró de reojo y luego se alejó tranquilo, perdiéndose entre los matorrales. Nosotros, con el rifle en las manos, no disparamos. Nos quedamos paralizados, agradeciendo que aquel encuentro no terminara de otra manera.
Con Don Nikola viví muchas aventuras. Fue un hombre noble, valiente y profundamente humano. Más que un amigo, fue como un hermano para mí. Uno de esos hermanos que la vida nos regala sin necesidad de llevar la misma sangre.
CLUB DE TIRO, CAZA Y PESCA
Recuerdo con claridad los días en que comenzamos a reunirnos en el segundo piso de mi casa, frente al antiguo mercado 24 de Mayo. Éramos un grupo de amigos con una pasión común por la naturaleza, la caza, la pesca, y sobre todo, por compartir una misma visión de camaradería y compromiso con la ciudad. Así nació el Club de Tiro, Caza y Pesca de Otavalo.
Nos acompañaban médicos del Hospital San Luis —los doctores Manciati, Miranda, Gavilánez, Sánchez, Cevallos y los hermanos Endara—, y también comerciantes de gran valía como don Nicola Kraljevic, Juan Moreano, René Rodríguez, Nelson Echeverría, Lizardo Aguilar, Franklin Haro, Heriberto Moreno, Pancho Cepeda, Guido Haro, Joaquín Sandoval, Alberto Bueno, y claro, yo mismo.
Para nosotros, esas reuniones eran serias, pero también entrañables. En medio de papeles, decisiones y conversaciones animadas, nunca faltaba una taza de café, un apretón de manos, una risa compartida. Lo que no imaginábamos era que desde el rincón más inesperado, alguien nos observaba con una mezcla de asombro, admiración y una pizca de travesura.
Era mi hija Soraya, que por entonces no tendría más de ocho años. No comprendía del todo lo que ocurría, pero presentía que había algo importante en aquellos hombres de barba espesa y cabello escaso que iban y venían con solemnidad por la casa. La instrucción de su madre, Angelita, había sido clara: nada de ruidos, nada de curiosear y, sobre todo, nada de asomarse al salón de sesiones. Pero ya se sabe que hay advertencias que, en vez de contener, encienden aún más la chispa de la curiosidad infantil.
Una tarde, mientras uno de los empleados realizaba la limpieza, mi hija Soraya no resistió la curiosidad y se aventuró a entrar al salón. Aún conservo en la memoria su rostro lívido y sus ojos desmesuradamente abiertos cuando salió corriendo, sin emitir palabra, paralizada por el espanto. Más tarde entendí la causa: había quedado frente a frente con nuestra colección de animales disecados. El cóndor, con sus alas extendidas y la imponente cabeza de venado le parecieron criaturas salidas de algún libro de leyendas. Con el tiempo, descubriría que aquel arte minucioso de conservación era obra de don Guido Haro, uno de nuestros más dedicados socios.
Con el tiempo, el Club creció. Dejamos el salón de mi casa para construir un local propio a orillas del Lago San Pablo. Algunos socios se fueron de Otavalo, pero el espíritu se mantuvo. Los hijos comenzaron a participar y a hacer suyo el espacio, sobre todo en las celebraciones del Yamor, cuando las fiestas de gala del Club eran verdaderos acontecimientos sociales. Con los años, los disparos cesaron, las escopetas quedaron colgadas y el Club de Tiro, Caza y Pesca se convirtió, más que nada, en un lugar de encuentro, memoria y amistad.