Guillermo Noboa

 

Contaban las abuelitas que hace muchos años en esta nobilísima ciudad de San Francisco de Quito se acostumbraba velar los muertos en las iglesias.  Los deudos acompañaban al velorio hasta las once de la noche y los más valientes  hasta las doce a lo más, porque no hay que ignorar que en aquellos tiempos los aparecidos y los fantasmas parece que estaban  a sus anchas en los rincones quiteños, molestando diversas maneras a los prójimos que trasnochaban o vagaban por los alrededores en busca de aventuras gratas para el corazón, o que gozaban yendo  a casa ajena a tomar el sabroso chocolate con queso y pan de huevo después de las más sabrosonadas tertulias. Pasada la media noche, quedaban velando el cadáver los coristas o los sacristanes que, si eran devotos, se entregaban al rezo de largas oraciones por el descanso del alma del fallecido o pasaban el tiempo relatando historias espeluznantes o también haciéndose cualquier broma.

Siguiendo aquella costumbre, se velaba en el templo de San Agustín el cadáver de un destacado militar que había muerto de una fuerte epidemia después de salvarse de sinnúmero de peligros en muchos combates. Durante el día y al comienzo de la noche, los familiares y amigos del difunto le acompañaron cumplidamente rememorando sus virtudes y manifestándose mutuamente su pesar; pero al acercarse la media noche el velorio se quedó sin acompañamientos. Todos se habían ido, a excepción de dos sacristanes que continuaron en vela obligadamente. Eran ellos dos muchachones traviesos  y amigos de las bromas pesadas, sin embargo de lo cual jamás habían roto su amistad. Se llamaban Pedro Illescas y Toribio Fonseca. Ambos vivían en la vieja parroquia de San Blas en una misma casa. El gusto invencible de Pedro eran el pan con queso y raspadura, que en ese tiempo se llamaba un quinto y costaba dos centavos y medio, o sea, calé, como decían popularmente los vecinos de esa época, y se lo solicitaba en cualquier tienda con esta llanísima expresión: mercado de pan, chaupi de queso y chaupi de dulce. En cambio para Toribio no había mejor cosa que el maní tostado. Quedaron pues estos dos simpáticos sacristanes cuidando el cadáver del militar, que  yacía en una lujosa caja forrada de terciopelo negro y rodeado de enormes  cirios que iban consumiéndose lentamente chisporroteando sus gruesas mechas cada vez que un leve viento penetraba por algún resquicio de altos ventanales.

Mientras, en las amplias naves del templo, a través de una miedosa semioscuridad, brillaban los áureos relieves de los ricos altares y se extendía el silencio más completo. Al principio, Pedro y Toribio entretuvieron su tiempo relatando historietas de ladrones y brujas que volaban montadas en una escoba o también del desentierro de valiosos tesoros escondidos por acaudalados avaros. Mas los temas iban agotándose y la noche todavía tenía un gran trecho. Se le ocurrió entonces a Pedro ahuyentar el sueño valiéndose satánicamente de su ingenuo compañero.

-Escúchame, Toribio –le dijo- tengo los párpados pesados como plomo y si no hacemos algo para no dormirnos, el muerto como es militar, capaz es de levantarse y ponernos en un emparedado como castigo de nuestro descuido.

-Es verdad, pues también yo siento buenos deseos de tenderme aquí mismo y descansar un buen rato; pero ¿qué podemos hacer para echar este maldito sueño? –contestó Toribio.

-Es muy sencillo. Es cuestión de pocos minutos nada más.

-¿Y cómo?

-Pues tengo en el bolsillo un real de plata y si tú te prestas para ir donde doña Petrona, el asunto quedará arreglado.

-¿Dónde la señora que vende cirios para nuestros altares?

-La misma. Comprendo que eres un muchacho de aventura, que nada te arredra ni te detiene.

-Achica el elogio y vamos al grano. Dime ¿qué debo hacer donde doña Petrona?

Sencillamente le convences que te abra la puerta de su tienda y le compras dos quintos dobles, como para que en nuestras panzas no quede espacio para el almuerzo, y luego regresas.

-¿Nada más que eso?

-Sólo eso mi buen Toribio.

-Dame, pues, el real, que yo sacaré ingenio de donde no hay para que la señora abra la puerta.

Toribio se refregó los ojos, cogió la moneda y abandonó el templo en busca de los famosos quintos.

Mientras Pedro, sin perder un instante, subióse sobre la tarima donde descansaba el muerto y con extraordinaria sangre fría lo levantó, tocóle sus helados miembros, miróle su yerta y amoratada cara y casi lo suelta del miedo, sin embargo, recobró su valor y más influyó en su ánimo el deseo de realizar la diabólica idea que había concebido. Echó, pues, manos a los vestidos del difunto y en un momento lo desnudó de chaqueta y pantalones cambiándose por los suyos, que asimismo en un abrir y cerrar de ojos se sacó. Luego tomó en sus brazos el cadáver, le hizo sentar en una silla cerca del catafalco, púsose las ropas del extinto y ocupó su lugar en la caja mortuoria, y esperó. Al cabo de pocos momentos, Toribio regresó ufano con sus confortantes quintos y  ya  se acercaba donde dejó sentado a su compañero, cuando vio que el muerto se levantaba lentamente, y con voz tremebunda exclamó:

-¿A dónde fuiste, Toribio?

Toribio sintió que una corriente de frío lo atravesó de pies a cabeza y por poco se cae de espanto. Sin embargo, con indescriptible turbación, respondió en cortas palabras:

-No… fui… yo… señor, sino Pedro que me mandó a… a… a… comprar los quintos…

-Arrodíllate infeliz sacristán y pídeme con llanto mil veces perdón! continuó Pedro, que se encontraba incómodo en el ataúd, con la estrecha chaqueta del militar fallecido.

-Perdón, perdón te pido… con lágrimas de mis ojos, clamó Toribio, arrodillándose y depositando en el suelo los quintos, y juntando las manos suplicantes.

De pronto movióse también el verdadero muerto, que ocupaba el lugar de Pedro. Incorporándose pesadamente, abrió desorbitados los ojos y con terrible gesto dirigió la mirada en su rededor. Luego con potente fuerza se apoderó de uno de los candelabros de bronce colocados con los cirios cerca del ataúd y blandiéndolo amenazante, buscó a los intrusos sacristanes para destruirles y matarles. Más Pedro apenas vio que el difunto se movía saltó de la caja mortuoria y con extrema desesperación corrió hacia la puerta arrastrando a Toribio, que asimismo no sabía por dónde escapar impulsado de miedo jamás experimentado. El muerto, que por obra providencial había momentáneamente recobrado la vida, siguióles algunos pasos y tiróles el candelabro con sobrehumana fuerza, de modo que fue a chocar con espantoso estruendo en el suelo empedrado de la puerta, en el  preciso instante en que los sacristanes ganaban la calle continuando su carrera con hirientes gritos de terror y rogando inmediato auxilio.

Al oír los alarmantes gritos de Pedro y Toribio, los vecinos se echaron a la calle y se informaron del tremendo acontecimiento. Los más curiosos acudieron sin pérdida de tiempo a San Agustín y vieron que el muerto estaba rígido en la caja como si nada hubiera sucedido, pero sobre el pétreo suelo de la puerta observaron que el candelabro se había despedazado dejando honda huella del fuerte golpe.

A través de muchísimos años, la huella ha desaparecido un tanto, sin embargo, todavía se puede distinguir, si se la busca con paciente prolijidad.

En Tradiciones Quiteñas, Quito, Ed. Voluntad, 1963.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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