Por: Juan Carlos Morales Mejía
El sol había caído sobre las cúpulas de Ibarra. La luz mortecina, a finales del XIX, convertía a la urbe en un espeso escenario de casas bajitas y de silencios prolongados. Las leyendas viajaban. Una había llegado de Riobamba: el Cura sin Cabeza. Tenía asustados a todos porque se creía que era el alma en pena de un decapitado. En Riobamba descubrieron que se trataba de un cura enamorado que tenía una novia en Alausí y que como treta ocultaba su cabeza en el capuchón.
Cuando llegó esta historia, los viajeros se olvidaron de contar el final y por eso en Ibarra, otro cura sin cabeza hacía de las suyas, asustando a los niños y a las beatas que madrugaban a misa. Sin embargo, cuando el religioso se levantaba la caperuza, una mujer le miraba a los ojos y le abría el portón.
-La luz, la luz – coreaba aviva voz, al llegar dicho paupérrimo servicio.
En esos tiempos, cursaba la primaria en una escuela estatal cerca de mi casa y de la iglesia. Los niños de mi generación: Enrique, Bill, Ángela, Daniel, Rosal y yo, teníamos que esperar que oscureciera para poder jugar fulbito en la canchita deportiva de la iglesia. Era cuando los más grandes la desocupaban por no poder ver bien la pelota. Alguien ideó pintar la pelota con color fluorescente. Así recién podíamos jugar unos quince minutos o como decíamos, “media hora en dos tiempos”.
Lo cierto es que cuando alguno de nosotros pateaba muy fuerte la pelota y el portero no la detenía, nadie quería ir solo a buscarla. Todos sabíamos que salía un cura sin cabeza con su túnica dominica. El tema es que en una oportunidad fue mi pelota la que tuve que buscar. No fui solo por ella, me acompaño Enrique, otro niño, quien la divisó primero, la recogió y, al levantarle del suelo escuché que grito:
-¡Corre Liseth!
No entendí por qué tendría que correr, hasta ver cómo se acercaba de forma muy silenciosa y escalofriante el cura sin cabeza. Realmente había gritado muy fuerte Enrique, pues en unos segundos todos estábamos en la calle.
-Faltaba alguien - murmuraban.
-Lo vieron, lo vieron – decía el ahora finado hermano de Enrique.
-Sí, lo vimos respondieron vimos
Producto de esta experiencia, regalé la pelota y dejé de jugar fulbito. Pasó el tiempo y en la secundaria decidí practicar otros deportes como el vóleibol y el básquetbol.