Las tradiciones quiteñas, escuchadas de labios de los abuelos y de los tatarabuelos es nuestro patrimonio cultural que nos dice quiénes somos y de dónde venimos.
Por: Alfredo Fuentes Roldán
Un valle como los otros, ni más ni menos que los demás y, sin embargo, tenía un no se qué para hacerlo diferente. Quizá era su entorno, o la luminosidad y la transparencia de su aire. Talvez la pureza de su ambiente o su permanente bonanza. Posiblemente era el verdor frutal del árbol, o el agua rodando desde lo alto del cerro, o la belleza del paisaje quebrado dentro del límite de suaves colinas con un soberano monte a las espaldas. Seguramente era eso y mucho más.
Los antiguos pasaron un día. Descansaron y se fueron. Pero al cabo volvieron y se quedaron allí para siempre.
El buen valle se acuna a los pies de la montaña que se prolonga en brazos poderosos rodeándolo como una increíble mano protectora de cara al cielo.
El pueblo maduró. Se hizo grande en hombres y en hechos. Hurgando la tierra sacó el maíz y lo esparció a todas partes para el sustento de muchos. Fabricó con piedras y doradas pajas su aposento. Reconoció que el Sol le daba todo y en el mejor lugar, la colina del centro, le hizo un altar de silería para ofrecerle cada amanecer sus plegarias. En el montezuelo del norte, la Luna tiene su trono. El hilo que los une es el camino secular que cruza el pueblo. Ya eran tantos como una voz hasta más allá del horizonte o una multitud de hijuelos en la alborada de las labranzas. El nombre de Kitu, sonaba ya con propia fuerza.
Así creció, sin importar terremotos, erupciones del volcán, invasiones.
Del lago en el norte, Aña-Kitu, hasta los inmensos sembrados de Schyri-Kitu en el cenagoso mediodía, se escurre el sendero trazado primero por el camino del Sol y luego por la culebra sagrada, de sube-y-baja entre las breñas, salvando las quebradas, trepando al altozano, bordeando la falda del Yabira por la ensillada que a poco se une con el chocerío de cerca y la comarca de lejos. Nadie puede cambiarlo porque la vía fue señalada por los dioses tutelares desde el principio de la vida.
Con los nuevos vientos, el pueblo grande encabeza el reino Kara y es mayor la importancia del viejo camino convertido en vía principal que se codea con palacios reales y santuarios.
En 1534, las piedras ancianas de aposento son removidas por los castellanos, pero ellos que mucho pueden no han de intentar siquiera alterar ni destruir la línea caminera de la ciudad porque es el eje estructural que hizo el tiempo para encadenar a los hombres en su diario viaje a la faena, al sacrificio ritual, a la fiesta, a la guerra.
Reedificada con el nombre de San Francisco de Quito, surge la necesidad de una primera calle real, la calle cuerda o maestra para el trazado horizontal y vertical de las demás. No hay que buscarla ni crearla. Está ahí desde siempre y bautizada se llamará en cristiano: Calle Angosta, por serlo en realidad aunque debía por ley ser la más ancha y, en sí, junta la ermita de Nuestra Señora de la Consolación con la primera placeta pública, las Casas Reales, la plaza de San Francisco y la muralla del Carmen, desembocando en la quebrada de Ullahuanga, principio otra vez del antiquísimo camino que abrazando la colina encuentra su fin en las lejuras del sur.
Cada cuadra, por épocas, se da el lujo de ponerse distinto nombre: subida del Beaterio, de la Consolación, de Puelles, de Santa Elena, de Santa Marta, Angosta, de Villacís, del General Sáenz, de la muralla del Carmen, Pichincha, Benalcázar, pero con fuerza propia popularmente, se mantiene siempre la denominación general de Calle Angosta, hasta cuando en recientes tiempos cambia la caprichosa nomenclatura que muy poco tiene que ver con los ancestros. El eje longitudinal sigue vivo y continúa recibiendo transversalmente calles menores que lo unen con la Plaza Mauor, la de Santo Domingo y la bajada hacia el puente de Otavalo, derecho camino al norte.
Aprovechando la caída natural que a nadie da ni quita, en la cuchilla apretada por dos hondas quebradas, el camino de a pie, sin necesidad de puentes como ocurre con la Calle Angosta, se va deslizando a paso lento de las canteras del Pichincha a los vados del Machángara y es el cruce mayor de levante a poniente, eje transversal, matriz de una red de senderos menores para arriba y para abajo en la loca geografía, abriendo quingos y descansos a todas las alturas, pero rincones buenos para el laboreo y la holganza.
Sin esfuerzo, la vecindad acepta la línea matriz indígena, llamada Calle Larga y va ennobleciéndola con los adornos de San Roque, el convento de las clarisas, el Carmen alto de San José, el Hospital de la Misericordia, la iglesia dominicana con su acogedor Arco, mitad de la Calle Larga, mitad del Rosario, pero de todos modos puerta de la Loma Grande y de la Mama cuchara.
Se envanece de su extensión y aunque ahora se la conoce de Rocafuerte, resístese a perder su apelativo de antes, que buenos trabajos le costó conseguir.
Hablar de días y de años es poco para estas viejas calles que a sus espaldas llevan la carga de los siglos y la abundante historia de sus hechos.
Fotografía: https://zuvy.wordpress.com/2014/03/27/ciudades-mas-bonitas-de-america-lati