Antaño, la populosa feria de Otavalo se realizaba los domingos. Pero en agosto de 1870, García Moreno determinó que los domingos y los días de fiesta se mantuvieran cerradas tiendas y abacerías, salvo en las que se vendían alimentos y medicinas, como bien lo describe Álvaro San Félix, en su libro: “Monografía de Otavalo”.
Albert Hassaurek visitó Otavalo, en 1862, cuando la feria presentaba a los vendedores sentados en el suelo, bajo pequeños pedazos de bayeta o costal clavados en un largo palo enterrado en el suelo. Eran los mercaderes que vendían chales, ponchos, lana, algodón, mullos, rosarios, cruces de plomo, collares de vidrio, pulseras de corales falsos y otros adornos baratos, carne, fruta, vegetales, sal, ají, arroz de cebada, platos típicos ya preparados como cariucho, locro, tostado, etc.
Esta feria, antiguamente, se situaba en el actual parque Bolívar, posteriormente en González Suárez y más adelante, en la Plaza 24 de mayo. Allí estuvo el mercado por más de 40 años, en pleno Barrio Central.
En los años 60 y 70, el mercado era una gran plaza, donde estaban los vendedores con improvisadas carpas y atendían a cientos de personas que llegaban de los pueblos rurales para comprar la mercadería que necesitaban para toda la semana. El mercado era el reflejo de todos quienes vivíamos en la ciudad de Otavalo: indígenas y mestizos, vendiendo y comprando, en un ambiente de tal colorido que atraía a los turistas y visitantes de todos los lugares.
El mercado se cerraba temprano y la algarabía y el bullicio de la mañana daba paso al juego y a los sueños de la noche. Se volvía mágico y se transformaba en el centro de atención de nosotros, los hijos de los vendedores del interior del mercado y de sus alrededores.
Un gran número de niños salíamos a jugar en la noche, porque en ese tiempo no era peligroso hacerlo ni necesitábamos de la televisión, el internet o el celular para divertirnos. Niñas y niños jugábamos a las escondidas, al bombón, a los billusos (empaques de las cajetillas de los cigarrillos), a las cogidas, al anda virundo virundero, al arroz con leche, a las topadas, a las tortas, al florón, a las canicas, a los trompos y a los tillos… Incluso se armaba la cancha de fútbol en plena Modesto Jaramillo.
Era la época en que nuestros abuelitos nos contaban leyendas después de la merienda: El cura sin cabeza, la sirenita de la Fuente de Punyaro, la ventana del Imbabura, la viuda del cementerio, el misterio del Socavón y, por supuesto, María Angula, entre otras. Esta última era la más temida y famosa de todas
Una noche, mi amiga Margarita Rueda y yo estábamos en medio de un emocionante juego de las escondidas, cuando decidimos aventurarnos al interior del mercado. Era un lugar oscuro y silencioso, donde las sombras parecían moverse entre los kioscos vacíos. Con el corazón acelerado, nos lanzamos entre los puestos, buscando el escondite perfecto, confiadas en que nadie nos encontraría. Sin embargo, lo que sucedió a continuación quedó grabado para siempre en nuestra memoria.
De pronto, en medio de aquella penumbra, nuestros ojos se detuvieron en dos figuras que estaban de pie a lo lejos. Permanecían inmóviles, pero había algo en su presencia que nos heló la sangre. Nos miramos entre nosotras y sin decir una palabra, supimos lo que ambas estábamos pensando. En el barrio, se contaba que, en las noches oscuras, el mercado era el lugar de encuentro de la bruja y el diablo, quienes realizaban sus macabros pactos bajo el cobijo de la sombra.
El miedo nos paralizó por completo. No nos atrevíamos a mover ni un músculo. Margarita tomó mi mano con fuerza, mientras nuestras mentes trataban de procesar lo que estábamos viendo. Aquellas figuras no eran simples personas o al menos eso nos decía el pánico que nos invadía. Con cada segundo que pasaba, nuestra certeza de que habíamos tropezado con algo sobrenatural se hacía más fuerte.
Como la situación era aterradora, nos dimos la mano y a pesar de tener solo siete años, nuestra curiosidad resultó ser más fuerte que el miedo. Caminamos con sigilo, intentando no ser vistas, pero al cruzar nuestras miradas, vimos el pánico reflejado en nuestros rostros. Sin embargo, en lugar de llorar o huir, algo dentro de nosotras hizo que empezáramos a reír sin control. Reíamos y reíamos, como si el miedo se hubiera transformado en una extraña y liberadora carcajada.
De repente, escuchamos una voz que preguntaba: "¿Quiénes están allí?" Pero la voz no era de ultratumba, como habíamos imaginado. Al contrario, era temblorosa y asustada. Siguiendo nuestro impulso, nos mantuvimos escondidas y, al asomarnos con cuidado, los vimos y los reconocimos perfectamente: eran dos jóvenes vecinos del mercado, tomados de la mano. Lo curioso es que parecían más aterrorizados por nuestras risas que nosotras por su presencia. Sin pensarlo dos veces, se dieron la vuelta y corrieron a toda prisa, huyendo despavoridos de la plaza, quizá convencidos de que aquellas risas infantiles provenían de otro mundo.
Nosotras salimos del mercado con cautela, aun riendo, y al llegar a la calle, nos despedimos rápidamente. Cada una se fue a su casa, sin volver a hablar del asunto jamás. Pero cada vez que me cruzaba con uno de esos muchachos, una sonrisa inevitable se dibujaba en mi rostro al recordar cómo habían huido aterrorizados por nuestras risas.