Una noche de tormenta, cuando la lluvia golpeaba con furia las ventanas, me refugié en la biblioteca de mi casa. Buscaba con premura un libro de Marco Denevi, pero la tormenta imponía su propio compás: cada gota era un latido que aceleraba la prisa de mis manos entre los estantes.

De pronto, mis dedos tropezaron con los dos tomos de Quo Vadis, edición de 1912. Apenas los sostuve, el presente se diluyó como tinta en el agua. El aroma del papel antiguo me llevó de regreso a la casa de mis padres, a aquel patio central donde la luz caía con mansedumbre y las macetas olían a tierra recién regada. En cada flor estaba la huella invisible de mi madre, aún viva en el jardín de la memoria.

Abrí la tapa desgastada y recordé el día en que ella me entregó los dos tomos, como quien confía un secreto. Leía entonces con miedo y fascinación, siguiendo la punta de un dedo para no perderme. Cada palabra era un umbral: me invitaba a cruzar hacia lo desconocido y a aceptar que la vastedad del mundo también cabía en unas páginas.

Al hojearlo esa noche, los personajes volvieron a mí. Vinicio apareció primero y con él regresaron los días del colegio, cuando me sentía suspendida entre dos mundos: el refugio de Otavalo y el vértigo de Quito, con sus calles-laberinto que me deslumbraban y me intimidaban al mismo tiempo.

Después surgió la figura del apóstol Pedro, fuerte y luminoso. Con él viajé al primer año de la universidad, cuando preparaba un trabajo que lo unía, en mi mente joven, con Gandhi y con Mandela. Recuerdo las largas horas en la biblioteca, encajando piezas dispersas hasta que apareció ante mí un mapa de coraje humano, como si las palabras pudieran tender puentes entre épocas y espíritus.

Un ladrido me devolvió al presente. Era Motita, una de mis perritas, jugando con mi zapato. Cerré los tomos de Quo Vadis con una sonrisa y recordé mi tarea pendiente: aún debía buscar a Denevi. Sin embargo, comprendí que el libro de Henryk Sienkiewicz era mucho más que mi primera lectura completa: se había convertido en un puente secreto, capaz de conducirme al pasado y traerme de vuelta con nuevos matices.

Y fue entonces cuando entendí que la experiencia de leer va más allá de las páginas. Abrir un libro es abrir también una puerta a la memoria. En sus líneas revivimos lo amado, recorremos lo aprendido y resignificamos lo vivido. Los libros no son únicamente compañía; son brújulas silenciosas que nos guían entre el ayer y el ahora, revelándonos quiénes fuimos y, sobre todo, quiénes aún podemos llegar a ser.

 

Dorys Rueda, Reflexiones, 2025

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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