LA DANZA DE MI PLUMA
Desde el primer trazo, mi pluma blanca sabe que la creación no es solo una construcción, sino también una destrucción constante. Cada línea que surge no es solo una afirmación, sino una invitación a lo contrario, a la disolución. Lo que ha sido trazado con fervor lleva en su esencia la fragilidad de su desaparición. No hay certeza en lo que se crea, pues cada palabra escrita lleva consigo el germen de su propio acabamiento. En ese vaivén sutil, entre la necesidad de avanzar y la urgencia de desmontar, mi pluma blanca se mueve, navegando en un equilibrio precario e incierto. No levanta barreras ni traza caminos rectos, sino que talla, pule, vacía. Y en ese vaciamiento, la forma empieza a resurgir, respirando en el espacio que ha dejado su propia desaparición.
A mi pluma blanca le gusta despertar en la quietud de la noche, despojándose del pequeño manto blanco que cubre su punta, como quien se libera de lo invisible antes de comenzar su danza. En ese instante, la oscuridad se convierte en su escenario y la suavidad de la tinta azul, su fiel compañera.
Al principio, es apenas una vibración sutil, un murmullo del papel que la recibe, como si la noche misma exhalara su aliento, invitándola a moverse. Y entonces, sin prisa, comienza su recorrido: fluida, siguiendo el ritmo de una melodía silenciosa que solo ella conoce. El tiempo se diluye, el espacio se convierte en una superficie dócil, moldeada a su paso. Ninguna coreografía está escrita: cada palabra, como un salto, cae en su lugar, a veces se fusiona con la página, pero otras veces no lo hace, desvaneciéndose en el aire y dejando solo su huella en la nada.
Empieza con los trazos nacidos del vértigo. Se extiende y se recoge, con la flexibilidad de un cuerpo que no conoce las fronteras de su movimiento. No persigue la perfección, porque sabe que la escritura es su baile inacabado, un devenir constante donde todo se transforma mientras se despliega. En su danza, lo planeado no importa; importa lo que surge.
A veces, en medio del movimiento, aparece un espacio de quietud que no es pausa, sino abismo. Un abismo que asusta, que impone silencio. Mi pluma blanca tiembla ante ese umbral incierto, pero no retrocede, porque sabe que la ausencia de palabras no es vacío, sino contención; que el silencio no es duda, sino parte del ritmo. Sin esa mudez, la danza no tiene vida.
Mi pluma blanca tampoco teme al desconcierto. Lo atraviesa como una extensión del movimiento. Sabe que no se trata de cerrar frases, sino de abrir un espacio donde las ideas se tocan, se cruzan, se deforman y se transforman. Como un cuerpo que se estira, se contrae y se reinventa, ella prueba, cae, insiste. Cada trazo es una posibilidad. Cada pausa, una pregunta. Y así, entre tanteos y fugas, la forma se aproxima a sí misma sin llegar nunca del todo.
A veces, lo más revelador no proviene del trazo planeado, sino de aquel que surge por azar, sin intención, pero con verdad. En su imperfección, lo inesperado desvela lo que lo previsto oculta. Pero incluso cuando la última línea parece haber tocado el papel, la danza no ha terminado. Comienza entonces la fase más silenciosa: la transformación. Como una bailarina frente al espejo tras el aplauso, mi pluma blanca observa con detenimiento lo escrito y lo destruye. La autocrítica no alza la voz, roza con delicadeza. Elimina lo que no vibra, lo que no sostiene, lo que no pulsa. No por error, sino por fidelidad a la esencia.
Hay palabras que se niegan a irse, que piden quedarse. Lo que se escribe con devoción duele dejarlo ir, pero liberarlo también es una forma de soltar. La destrucción no es un final, sino un proceso de claridad. Lo que se va abre espacio para lo que realmente debía estar. Lo superfluo desaparece y, en ese vacío, lo esencial cobra vida. Sin embargo, al releer, nada es lo mismo. La relectura no es lo mismo que repetir; es como un espejo que distorsiona lo que parecía fijo. Lo que antes brillaba se apaga y lo que parecía débil ahora cobra fuerza. La obra no se entrega sin resistencia. Se deja leer y, en esa lectura, vuelve a exigirse.
A veces, cuando mi pluma blanca cree haber concluido, el amanecer la despierta. Algo ya no encaja. Lo que anoche parecía armonía, ahora es ruido. Entonces, regresa. No por duda, sino por claridad. Como la bailarina que se observa y reconoce que el cuerpo no expresó del todo lo que debía, vuelve al inicio. Y comienza de nuevo. No para repetir, sino para crear lo que aún no ha sido dicho.
Y a veces, incluso en ese regreso, mi pluma blanca debe volver a destruir. No una sola vez, sino tantas como sea necesario. Hay formas que no se dejan escribir a la primera: resisten, se ocultan, se desdibujan. Solo emergen después de muchas renuncias, de múltiples limpiezas. La obra verdadera no nace del primer intento, sino de todos los fragmentos que no lograron sostenerse. Porque escribir, como danzar, también es regresar. Y en ese regreso, más lento, más claro, más suyo, mi pluma blanca encuentra, tal vez, un instante de verdad. Incluso lo que fue borrado persiste en la respiración del trazo. Lo destruido no desaparece; deja una huella sutil, una memoria invisible que vibra en el gesto que sobrevive. Y esa memoria también forma parte de la danza.
Cuando mi pluma blanca finalmente reposa, cansada de tantos intentos, yo, que llevaba su pulso, la observo a la distancia. En su quietud hallo la calma que antecede la próxima idea, aún por nacer. Al mirarla, comprendo que no soy solo yo quien escribe, sino ella quien me guía, como un reflejo de pensamientos que fluyen, aguardando el momento exacto para cobrar vida nuevamente.
Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025.