Quien no domina con facilidad el celular, la tablet o un procesador de palabras se enfrenta a la frustración de enviar mensajes. En cada movimiento, experimenta la incomodidad de lo desconocido. Sus dedos presionan las teclas como un pianista principiante, buscando un ritmo que aún no logra comprender. Son notas discordantes, un toque torpe que no sabe cómo integrarse en la sinfonía que desea crear. Cada palabra, como un acorde desafinado, no consigue encontrar su lugar en la melodía del pensamiento. Hay una lucha silenciosa, casi imperceptible, entre el deseo de fluidez y la resistencia del aparato, como un principiante que aún no entiende cómo las teclas del piano pueden bailar en armonía. Es un proceso de ensayo y error, un aprendizaje gradual en el que cada intento se siente como una caída y un levantarse al mismo tiempo. Y, sin embargo, en medio de este desorden, algo crece: cada intento, como el primer ejercicio de un músico que acaba de empezar, no es un paso hacia la destreza inmediata, sino una danza sutil entre los dedos y la pantalla, donde la torpeza se convierte en el germen de la habilidad. Así, aunque el caos prevalezca al principio, cada roce se va transformando en una nueva oportunidad de aprender.
En el lado opuesto, quien ya ha dominado el arte de escribir mensajes en el celular se mueve con la seguridad de un pianista que conoce a la perfección la melodía de su instrumento. Cada palabra que escribe fluye con la misma naturalidad con la que una pieza se interpreta, sin esfuerzo, como una nota que sigue a la anterior en una secuencia perfecta. Los dedos, ahora parte del ritmo, ya no piensan en el gesto; el mensaje, como una melodía, se despliega solo. Sin embargo, detrás de esa agilidad, persiste una historia de práctica y dudas. Al igual que un pianista experimentado que, aún siendo virtuoso, sigue enfrentando el desafío de cada nueva partitura, quien domina el celular también conoce las sombras del aprendizaje: aquellas notas torpes que alguna vez fueron suyas y que ahora resuenan con confianza.
Lo curioso es que, en algún lugar de este proceso, las distancias entre el que no domina y el que ya lo hace se disuelven, se vuelven imperceptibles. El dominio no es fijo; como una melodía que se despliega de manera inconstante, la habilidad con el celular sigue su propio curso. El experto, al igual que el pianista que enfrenta una nueva partitura desconocida, puede encontrar en una actualización o en un cambio inesperado la sensación de regresar al principio. El dominio, por más consolidado que parezca, nunca es absoluto; siempre hay algo que se escapa, como una nota fuera de lugar, que recuerda al músico o al usuario que el aprendizaje nunca se detiene.
Es precisamente ahí, en esa vulnerabilidad compartida, donde se establece la verdadera conexión. No importa cuánta maestría se haya alcanzado, todos estamos sujetos a la misma danza incierta, a las mismas tensiones. Tanto el que está aprendiendo como el que ya domina la tecnología se enfrentan a momentos de duda, a interrupciones del ritmo. Y es en ese espacio entre lo conocido y lo desconocido donde reside la verdadera esencia del aprendizaje: un continuo vaivén, como la música que nunca termina de sonar, siempre abierta a nuevas interpretaciones, siempre lista para ser descubierta de nuevo.
Al final, tal vez todo este proceso no sea más que un reflejo de la vida misma. Porque, al igual que en la música, la tecnología y la comunicación, no buscamos la perfección absoluta, sino la posibilidad de seguir tocando, seguir aprendiendo, seguir siendo parte de una sinfonía que nunca deja de transformarse. Y tal vez el verdadero giro inesperado sea que, al final, el celular, esas teclas y notas disonantes, se convierten en un espejo: no solo de nuestra habilidad, sino también de nuestra vulnerabilidad, de esa constante búsqueda de armonía en un mundo que nunca deja de cambiar. Lo inesperado no está en alcanzar un dominio final, sino en aceptar que siempre hay algo nuevo por aprender, algo por descubrir, algo que desafía lo que pensábamos saber. Y en ese desafío, en ese espacio de incertidumbre, nos hallamos todos, independientemente de cuán avanzados pensemos que estamos, flotando en una armonía en constante construcción.
Dorys Rueda, Reflexiones personales, 2025.