Edgar Allan García
El vampiro se afiló los colmillos y salió en busca de sangre. A las tres de la mañana ya había bebido dos pintas O+ de una ebria que se había quedado dormida en un parque. Antes del amanecer, el vampiro se metió en la profunda oscuridad de su casa. Hacía siglos que no sentía semejante borrachera; reía solo, caminaba tropezándose contra las paredes, incluso se cayó de la viga y, eufórico, por error, abrió la puerta de la calle al medio día.
COMENTARIO
HOMENAJE PÓSTUMO AL ESCRITOR
Dorys Rueda
Agosto, 2025
En su cuento “El Vampiro”, Edgar Allan García reinterpreta al legendario bebedor de sangre, despojándolo de su aura solemne para devolverle una humanidad torpe y casi entrañable. Ya no es el cazador elegante que se desliza por la noche, sino un inmortal ebrio, tambaleante, que después de saciarse con sangre tipo O+, tropieza solo en su casa, ríe con euforia infantil y, en un acto tan absurdo como fatal, abre la puerta al mediodía.
Con un giro inesperado, el mito se desploma entre risas y sombra. Lo sobrenatural se vuelve cotidiano, lo temido se vuelve caricatura. El vampiro no muere por una estaca ni por venganza, sino por descuido. Y así, como en muchas de sus obras, Edgar Allan nos muestra que hasta los monstruos pueden extraviarse en lo más humano: el olvido.
En pocas líneas, el autor nos deja una imagen imborrable: la de un escritor que supo reírse de los mitos sin deshonrarlos, y que transformó incluso la muerte más absurda en una metáfora luminosa de nuestra frágil condición.
Uno de los recursos más potentes que Edgar Allan García despliega en este cuento es la parodia, que le permite subvertir el mito del vampiro y convertirlo en una figura cómica, decadente y entrañablemente humana.
Desde la primera línea —“El vampiro se afiló los colmillos y salió en busca de sangre”— el lector anticipa una escena de horror clásico. Sin embargo, rápidamente, esa expectativa se desarma: el protagonista no ataca vírgenes ni desciende de castillos góticos, sino que bebe sangre de una mujer dormida en un parque. El gesto, lejos de lo sagrado o lo siniestro, se vuelve grotesco, casi vulgar.
La parodia alcanza su clímax cuando el vampiro, completamente embriagado, ríe solo, tropieza contra las paredes y se cae de la viga. Esa figura, antaño majestuosa, es ahora un ebrio inmortal que pierde el control. El gesto final —abrir la puerta al mediodía— corona esta burla con una muerte absurda y tragicómica.
Con esta parodia, el autor no destruye el mito: lo transforma, lo humaniza, lo vuelve espejo. Y lo hace con ironía elegante, sensibilidad crítica y un humor que atraviesa lo fantástico sin dejar de tocar lo esencialmente humano.
“El Vampiro” impacta por su brevedad efectiva, por su capacidad de sorprender, hacer reír y dejar una huella. El lector inicia la lectura esperando una historia de horror tradicional, y sin embargo, se encuentra con una escena desbordada de ironía, donde el monstruo se tambalea como un simple borracho, y su destino se decide por un gesto tan humano como el error.
La comicidad del texto no es superficial: nace del contraste entre lo temido y lo cotidiano, entre la leyenda y el absurdo. Ver al vampiro reír solo, tropezar, caerse de una viga, provoca una risa desconcertante que es, al mismo tiempo, crítica y melancólica.
Y cuando el lector descubre que la muerte llega no como castigo ni redención, sino como producto del descuido, el cuento revela su fondo: una reflexión sutil sobre la fragilidad incluso de lo eterno. El vampiro, símbolo de poder y perdurabilidad, muere como cualquiera: por un olvido.
Así, el cuento deja una impresión que perdura. Porque al desmitificar al monstruo, Edgar Allan García también ilumina nuestras propias debilidades. Y lo hace con esa rara habilidad de quien convierte una muerte absurda en una verdad poética.